Crónica de un viaje al país de la muerte - Lírica 150

Por Gonzalo Márquez Cristo

Foto realizada por Nereo López
¡Más miedo me da almorzar!
Santiago Araújo Vallejo, a sus cuatro años

Ahora que evoco los tres meses de infructuoso periplo donde reinó la ignorancia de los reverenciados médicos, convertidos por la postmodernidad en tecnólogos dedicados a la adivinación, debo mencionar que en aquellos días el básico acto de comer se había convertido para mí en una experiencia dramática, y que me identificaba con un amiguito, quien había enfrentado a un obrero que lanzaba piropos a su atractiva mamá, con tan airosa decisión que ante la pregunta del rudo albañil: “¿No le produce temor enfrentarse a un hombre tan fuerte?”, el niño le respondió con sus brazos en jarra: “¡Más miedo me da almorzar!”
Por entonces alimentarme, la más notable afirmación de la vida, se convirtió en una experiencia tortuosa que me llevaría a juzgar gran parte de los alimentos, hasta llegar a proscribir –producto de la desorientación de los especialistas que visitaba y de un examen de patología interpretado por un verdadero rufián–, a los lúdicos guisantes o al engreído pargo rojo por una extraña condición letal, o al arroz que han relacionado con el maná bíblico, e incluso al festivo tomate, por ser fuente de una despiadada alergia que se había apoderado de mí. Desconcertado emprendí entonces un auto de fe contra los más inocentes alimentos, apuntando en una libreta todo lo que comía, proceso que me llevaría a atribuir a las cerezas una perversidad sólo comparable con la que investía a la incendiada zanahoria, y a inculpar al brócoli –diminuto árbol que antes me era deleitoso– de ser más nefasto que los baobabs del Principito.
Continué mi periplo aciago y en una ocasión, después de un desayuno que podría definir como agreste para omitir detalles fisiológicos, ingresé por urgencias a una clínica donde me recibió un verdadero comediante, el Dr. Vera, quien cultivaba la risa como remedio y acusando al estrés de mi oscura situación proclamó enfáticamente: «Si la escritura le causa angustia abandone la literatura que ya nadie lee, si su mujer le produce ansiedad conquiste una más joven, si la grave situación del país le preocupa váyase a vivir a un isla griega»; sabios consejos que nunca podré menospreciar. Así me fui tranquilizando mientras me realizaban horas más tarde una endoscopia (biopsia incluida) de la que al despertar me encontré ensangrentado como si hubiese sido perpetrada por Mel Gibson; procedimiento que posteriormente tendría ribetes de alarido.
No es mi intención exhumar sombras sino iluminar un camino vilmente estigmatizado, por lo que me permitiré relatar algunos acontecimientos donde la paradoja se convirtió en norma. Después de numerosas citas médicas y de exámenes innecesarios, recibí por correo electrónico el 24 de diciembre como nefasto regalo de Navidad, a las diez de la mañana, los resultados de un examen donde se me diagnosticaba la lesión cancerígena. Esto lo refiero pues todavía no entiendo cómo se puede enviar una noticia tan adversa de esa forma tan impersonal, tan indolente. Sin embargo el ruin gastroenterólogo cuyo nombre omito, quien practicó la inmersión en mis entrañas, confundió –lo que es asombroso– el esófago con el estómago, y luego emprendería un viaje de agradables vacaciones, a pesar de la orfandad en que me dejaba.
Comenzó entonces un proceso despiadado que me llevó a emprender mi lucha contra el poderoso huésped, el temerario cangrejo (del griego carcinos: καρκίνος), que según las nuevas teorías médicas siempre está al acecho, caminando de lado, oculto en todos los seres humanos, aguardando un momento propicio para comenzar su callada rebelión, tal como lo presentí en “La escritura del abismo” publicado en mi poemario La morada fugitiva catorce meses antes de la estremecedora revelación, y escrito con tres años de antelación a la noticia descrita. 
Esa mañana de Navidad el caos se apoderó de mí y creí que de no comenzar el tratamiento moriría en la siguiente hora, sin embargo ante la imposibilidad de contactar un especialista debido a las fiestas de fin de año, me refugié en la luz del gran Epicuro de Samos, quien dijo para mi bien: «El más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos ella no es, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no somos».

Sosegándome permanecí en silencio sin encontrar horizonte. No obstante la magia advino muy pronto pues el artista Eduardo Esparza se propuso alinear las estrellas –no lo puedo decir de otra manera– y luego de enviarme su grabado “Espantemos la muerte” bautizado con una frase mía –esperando que el título fuera profético–, urdió en su finca de Tabio mi acceso a la esperanza.


“Espantemos la muerte”, grabado de Eduardo Esparza
Desde ese momento reinó el milagro. En forma increíble se fue tejiendo la ruta para llegar a uno de los especialistas imposibles que recomendaban en los círculos científicos de Colombia, y fue así como el 26 de diciembre, después de un encuentro inmisericorde con otro galeno del que prefiero no hablar, mi hermano Jaime (Director del Postgrado de Periodoncia de la Universidad El Bosque), me llamó intempestivamente para comentarme que una hora después teníamos cita con el cirujano perseguido, pues el jeroglífico se resolvía por fin a mi favor. Desde ese momento se tejió un manto protector, pues supe para siempre que uno se enferma solo pero se salva acompañado.
Minutos después, Andrés Muñoz Mora, figura paradigmática de la gastroenterología colombiana, al analizar mis exámenes que llevaba en una carpeta mojada por la lluvia, afirmó que todos eran erráticos, que él mismo me practicaría una endoscopia para despejar las ambigüedades, dando las explicaciones que yo había querido escuchar meses antes; y al constatar su diagnóstico muy pronto me instalaría un catéter en la vena subclavia –que lo sentí día y noche como un pájaro de teflón inserto en mi pecho–, y así el ocho de enero pude comenzar un tratamiento de 63 días, que involucraba un coctel de tres poderosas quimioterapias, que entrarían en mí como un río de lava, donde afortunadamente los efectos no serían tan devastadores como reza la tradición.
Tal vez parezca divertido para algunos pero me encontré, a la semana de haber comenzado el tratamiento, entregado a la superstición. Me sentía por momentos el protagonista de La búsqueda de lo absoluto de Balzac, realizando alquimias vegetales que me recuperaran la salud extraviada. Mis familiares y amigos quisieron involucrar también la hechicería y los poderes mágicos de las plantas, y fue cuando me propusieron ser operado por médicos invisibles, tratado por lectoras del iris, y así me legaron los encantos inexplicables de la jalea real que multiplica por veinte la vida de la abeja reina y del polen que, aunque no he podido comprobarlo todavía, además de curar las más agudas enfermedades, tiene efectos afrodisíacos. Simultáneamente me recomendaron diversas frutas que probablemente tienen poderes extraordinarios contra el funesto Cangrejo, como el mangostino que parece un pájaro disecado, ese reptil inmóvil que llamamos guanábana, el jengibre con el que hacía de niño ejércitos de piedra, la cúrcuma que se debería utilizar mejor en la pintura, la sábila que tiene en su interior un pez transparente que siempre saltaba de mis manos, los humildes arándanos, y también algunas plantas como el anamú, el té verde y la amarilla flor de la caléndula. No pasaba un día en que al llegar a mi apartamento el portero no me entregara extraños frascos con rústicas coberturas de aluminio, bolsas enormes colmadas de ramas aromáticas de filiación desconocida, tarros con hojas que no conocía ni Celestino Mutis.
Por esos días intercambié con el gran poeta español Antonio Gamoneda varias cartas donde nos burlábamos de la tragicómica situación y donde recibí sus sabios consejos impregnados de ironía. Aquí un fragmento de alguno de sus mensajes: «Quien hace vida normal, lucha en su ánimo, con la enfermedad, hace todo lo que sabe y puede (coadyuvantes antidepresivos, ejercicio moderado, remedios inocuos de tipo popular, alguno te diré, probablemente) con la voluntad de luchar, que aunque parezca clínicamente inútil, no lo es. El caso extremo es el del inocente que se cura porque tocó un hueso de cualquier santo, pero lamentablemente tal extremo no servirá para ti». Y no servía aunque fui perseguido con saña por toda clase de predicadores obstinados, furibundos cristianos, evangélicos fundamentalistas y testigos de Jehová.
Posterior a la misiva mencionada recibí una nota donde el citado Premio Cervantes, me refería la Melena de león (mericium erinaceus), hongo de gran poder recetado en casos como el mío por la homeopatía española, que siempre debería ir acompañado de agaricus + siitake + maitake + coriolus + cordyceps. No pude hacer otra cosa que reír; no obstante, por extraña coincidencia ese mismo día mi hermano me había conseguido el famoso jarabe mexicano de impronunciable nombre (Zrii), líquido viscoso de color rojo, mágica sangre de vampiro. Le comenté entonces a Gamoneda sobre la existencia de ese posible sustituto latinoamericano, quien en tono burlesco me respondió que en tal caso me dedicara mejor a ese líquido de Drácula, que podía ser más eficaz, especialmente si considerábamos su aspecto cinematográfico.
Por aquellos días los artefactos se rebelaron sin explicación alguna. Primero se estropeó el disco duro del computador, después le tocó el turno a la licuadora que se convirtió intempestivamente en un géiser y la lámpara de mi mesa de noche se transformó en luz de discoteca; por último la estufa de mi oficina se improvisó por segundos en una pequeña supernova y como si no fuese suficiente una mañana debí perseguir con saña dos moscas que obstinadas me rondaron como a Zeus.   


El hongo “Melena de león”
Los amigos fueron cerrando su maravilloso círculo del afecto. Armando Rojas Guardia me escribía asiduamente desde Caracas afirmando que la alegría es superior ontológicamente al dolor y que es necesario elaborar el gran arte de la salud. El artista Ángel Loochkartt cada vez que se bajaba del avión, de regreso de alguna conferencia o de reclamar un premio, me traía suplementos alimentarios, pócimas irreconocibles fundamentadas en algún congreso de chamanes amazónicos y, cuando la suerte estaba de mi lado, me visitaba con alguna de sus exóticas amigas, que al conocer mi caso y al notar mi imbatible serenidad, se improvisaban también de hechiceras, leían mi mano o la taza de chocolate y auguraban que viviría más años que los longevos personajes del Antiguo Testamento.
Semanas después la inmovilidad se apoderó de mí. Un eclipse viajaba por mis venas y, al borde del embrutecimiento, noté con desolación que sólo me era posible entender las telenovelas y los libros que habían sido premiados en los más importantes concursos hispanoamericanos. Toda acción, por elemental que fuera, demandaba de mí un enorme esfuerzo.
Alarmado y para salir de ese letargo me entregué sin éxito a la acupuntura, pues pronto desistí de esa punzante afición, al notar que las agujas del médico chino que me trataba me hacían más daño que mi agresivo tratamiento y me dejaban vistosas señales como si hubiese participado en una orgía de vampiros.
Es extraño confesarlo ahora pero vi la caída de mis sueños. Recordé al insuperable Nietzsche quien aseveró que es una infamia tener que sufrir por la idea que la sociedad tiene de una enfermedad además de padecer por la enfermedad misma. Como todas las personas en circunstancias similares era víctima de una exclusión flagrante, y mientras estaba un poco apesadumbrado por ello, la víspera de una de las más fuertes quimioterapias, me llamó en tono misterioso mi traductora al griego, la poeta Georgia Kaltsidou, para decirme que oraría por mí a la diosa Atenea, quien era una de las deidades facultadas en Grecia para curar –no mencionó a Apolo probablemente por mi filiación dionisiaca–, y debo reconocer que entonces me sentí fortalecido, a tal punto que creí que con la sublime Palas de mi lado, como le ocurrió a Odiseo, podría salir victorioso de mi Troya interior.
En la tercera fase del tratamiento (los 21 días finales) comencé a sentir que se ensañaban conmigo las doce plagas de Egipto. Cada amanecer se alteraba algo en mi cuerpo, por lo que decidí publicar en Con-Fabulación unas caricaturas del incomparable creador de Mafalda –alusivas a la enfermedad– con el título de Quinoterapia. Perdí dos terceras partes de mi cabello, o casi todo lo que me había quedado, como lo comenté en su momento, de mi arribo a Santorini en la cubierta de un barco, resistiendo un viento tan poderoso que podía recostarme sobre él.
Perdí también las huellas dactilares, vi que la barba que me había definido por décadas experimentaba un súbito otoño, y de pronto, y felizmente, me sentí evadido de mi identidad, lo que me reconfortaba; recordé entonces con codicia El pasajero de Antonioni, donde un corresponsal de guerra hastiado de su periplo existencial cambia su vida repentinamente por la de un traficante de armas.
Me había trasformado notablemente. Al mirarme en el espejo pensé que no me dejarían entrar a mi oficina, que mis más queridos amigos no me reconocerían, que quizá podría comenzar una nueva vida más irresponsable, sin embargo mi emoción no duró mucho pues al salir de mi apartamento fui saludado eufóricamente por el celador de turno, quien sin reparar en mi metamorfosis profunda me hizo una de sus bromas matutinas, y posteriormente vi que un fastidioso escritor del que todo el mundo huye cruzó impetuosamente la calle para saludarme, a pesar de ir con sombrero y bufanda, y más vestido que el hombre invisible. 
«Oh, Dionisos, me arrebataste la embriaguez pero me condenaste a una permanente resaca», pensaba. Las famosas náuseas que acompañan estos tratamientos por suerte nunca me hostigaron, sin embargo la dificultad para comer inherente a la lesión, se acrecentó a tal punto que durante quince días debí dedicarme a beber líquidos, para lo que me había preparado en noches interminables con mis amigos que inexplicablemente ahora se escondían –como si aún viviésemos el Oscurantismo–, y fue entonces, en esa etapa culminante, cuando me hice adicto a las horribles bebidas de los deportistas y a las compotas de bebé.
Una mañana noté que las manos ardían como fuego, lo que marcaba el advenimiento de una neuritis periférica. Las yemas de los dedos comenzaron a dormirse y desde entonces adquirí el hábito de vigilar con lupa mis huellas dactilares esperando su improbable retorno. Resultaba paradójico: podía cargar un fardo de adoquines pero me era imposible hacer el nudo de los zapatos; había perdido transitoriamente la motilidad fina. Debido a eso abrir una lata de atún se convertía en una aventura que me hacía recorrer el laborioso tránsito del Eslabón Perdido al Homo Sapiens. Me volví un maestro en utilizar herramientas, hacía piruetas con los saleros, utilizaba los cuchillos al contrario, innové en formas para abrir las botellas. Los más simples problemas prácticos me hacían elucubrar nuevas tácticas para solucionarlos. Me convertí en un estratega del absurdo, pero nunca pude solucionar por mí mismo el problema de abotonarme las mangas de la camisa. Me recetaron entonces como posible alivio –lo que no es una invención de mi mente delirante embrujada por la poesía–, un medicamento llamado “Lírica 150”; debo aclarar que aunque no atenuó mi dolencia, no podía ser otro el título de esta crónica.
Cuando esperaba que todas los testimonios narrados por mis amigos, referentes al aciago Cangrejo tuviesen un final feliz –y eso es lo mínimo que aguarda cualquier persona en mi situación–, un día alguien me comentó con minucia un caso fatal de un pariente y horas después, para mi desdicha, una amiga llamó para comentarme que una de sus cuñadas estaba agonizando por causa similar, lo que entendí entonces como una persecución, y sin soportarlo le dije que lo mío era un accidente, que enfermos eran quienes permitían que muriesen al año 4 millones de personas de malaria, que eran quienes discriminaban como si aún estuviéramos en el medioevo, quienes condenaban sin saber que más del 30% de las personas se están salvando con los nuevos protocolos mundiales y que sólo se necesita de un cerrado círculo de afecto para que eso sea probable. Colgué ofendido.
Para mi suerte, a las pocas horas del incidente, la poeta siberiana Maria Bronnikova me citó con el fin de entregarme uno de mis poemas vertidos al ruso, escrito en su armónica letra, y terminó el mensaje con un hermoso error producto de su particular español: “Eres en mi corazón”.
El pequeño infusor que debía llenar con el poderoso fluoracilo cada cinco días y que estuvo conectado a mí todo el tiempo durante las 9 semanas, se me fue haciendo más oneroso que la roca para el desdichado Sísifo. Como había perdido el tacto transitoriamente y mi sentido del gusto nadaba en su extravío (dejé de reconocer el sabor salado), con algo de angustia decidí llamar a Martha Osorio, pues ella se había convertido en brillante guía debido a su experiencia en dos asombrosos combates de los que había salido vencedora. Allí fue cuando la marihuana inmersa en alcohol surgió por primera vez para aliviar mis manos como teas y cuando la maracachafa sin alcohol –que había descuidado en mi adolescencia– me rindió sus beneficios. Para finalizar le comenté mi reciente problema con el gusto –no con la estética, ¡qué pensarían mis amados griegos!– a lo que ella encendiendo un cigarrillo me refirió el suyo con la visión, y afirmó que durante la “quimio” que experimentara hace 14 años, comenzó a ver todo en rosa, lo que la atemorizó al comienzo, aunque después –aseveró–, pensaría que muy pocas personas en verdad podían decir que habían vivido una vida en rosa.
Una tarde mientras intentaba distraer a la muerte leyendo algún poema de Rimbaud probé una pizca de sal y me supo ácida, especulé sobre ello, busqué limón y en vez de parecerme salado cómo lo imaginé por antagonismo, me supo amargo. Me enfrentaba en la realidad al desarreglo de todos los sentidos. Las ventanas de mi percepción danzaban y –aclaro– habían pasado varios años de mi bautizo con el LSD. El olfato en cambio se aguzaba cuando me aplicaban las dosis más fuertes del tratamiento: se había exacerbado como el de un perro sabueso… Podía reconocer un olor a gran distancia. Si un dulce era abierto sabía que era de fresa o de frambuesa a quince metros. No había nada que escapara a mi olfato de lobo. El perfume de la mujer del apartamento contiguo me despertaba, el sabor de la pizza que comían mis vecinos todos los viernes antes de sus noches de ruidosa lujuria dejó de ser un enigma, no obstante en forma inexplicable el único olor que se me escapaba era el de las violetas que regaba cada tercer día en mi balcón.
Poco antes de terminar el tratamiento, mientras desayunaba con mi hermana Clara en un restaurante, un perro idéntico a los que pintara Rufino Tamayo entró al sitio intempestivamente y me eligió a mí entre los doce comensales presentes. De nada sirvieron los gritos de la mesera ni de su furiosa dueña con el propósito de detenerlo. De repente desistió y, sin ladrar, tal como entrara, salió del lugar volviéndose con frecuencia hasta que desapareció. Permanecí temblando. Nunca pude entender la razón que lo sedujo, pero imaginé que los químicos que perseguían dentro de mí a todas las células vertiginosas eran los responsables de hechizar a ese canino, así como también de hacerme orinar al amanecer pompas de jabón.
Por un cambio en el reloj biológico durante dos meses escuché el primer canto de los pájaros que pueblan los torturados árboles del parque Portugal de Chapinero. Cada cinco días debía sustituir el infusor, en un verde lugar donde unas Enfermeras Jefes (Bianca y María Angélica) me atendían con tanta dedicación que me hacían creer que la vida jamás podía ser derrotada. Corroboré así la convicción que tenía desde la adolescencia, de que las enfermeras eran lo único confiable en este mundo enloquecido. 
Terminé el tratamiento y a pesar de que me sentía como un prisionero de Auschwitz todos celebraban mi apariencia lustral, e incluso no faltó quien me encontró renovado hasta llegar a preguntar si me había hecho una cirugía plástica. Me sentí palpitante. De 14 medicamentos que tomaba diariamente descendí a 4 –sin contar la docena de libros de poesía que mantengo en mi mesa de noche y que en verdad no han dejado de aliviarme.
El tacto comenzó a regresar lentamente, el gusto hizo lo mismo muy despacio, y mientras espero que el olfato se atenúe, tal como el Funes de Borges ruega porque su infatigable memoria se diluya, supe que la lesión se reducía considerablemente y que los antígenos descendían a lo normal. Entonces debí iniciar mi preparación para una delicada y extensa cirugía de ocho horas, a realizarse en parte por un robot comandado por Muñoz, por lo que me convertiría en el primer poeta biónico. 



Portada de Las muertes inconclusas. Óleo de Germán Londoño
Me esforcé por domeñar mis órganos y sentidos que creí a veces tan distantes. Comencé a acopiar mis fragmentos esparcidos por la explosión terapéutica: «En aquello puedo ayudarte –recuerdo que me dijo al respecto el poeta Socarrás–, pues sé dónde queda tu corazón».
Había vuelto a soñar, o mejor, al fin pude recordar lo que había soñado, hecho que nunca había ocurrido en aquellos dos meses. Una noche me desperté siguiendo algún inexplicable rumbo onírico y permanecí una hora contemplando a la bella mujer que dormía a mi lado, la acaricié con mis dedos todavía anestesiados por los venenos terapéuticos y percibí que ella vibraba como una planta cuando se le riega después de un día de estío. Entonces advertí que todo empezaba a cambiar: el océano de lava que me había poseído retrocedía, el ejército químico de ocupación me abandonaba, y sentí entonces el maravilloso regreso de mi cuerpo.  
Me levanté entusiasta. Noté que estaba cambiando de piel como las serpientes. Vi con asombro que había salido el sol en Bogotá e invité a Ángel Loochkartt a ver la última exposición de Jim Amaral. A la entrada, en una gran pared, me encontré sorpresivamente con un inmenso fragmento de un ensayo mío precediendo la muestra. A mano derecha las “Siete sombras” de bronce, alineadas, nos dieron la mágica bienvenida.
Mientras bebía un poderoso café hablando de los poemas en bronce de Amaral escuché la señal de alerta de mi teléfono. Abrí entonces el correo perezosamente, casi con displicencia, y para mi asombro vislumbré que era el generoso prólogo de Antonio Gamoneda a mi libro de ensayos, que había obtenido el Premio Internacional Maurice Blanchot hacía siete años y que, como es de suponer, fue condenado por las grandes editoriales colombianas.
Sentí que entraba a un tiempo propicio. Germán Londoño me llamaría al día siguiente para decirme que estaba terminando de pintar las ocho obras que acompañarían los textos de ese libro, según un pacto que habíamos sellado una tarde contemplando la soleada Medellín desde la altura de su apartamento. El legendario fotógrafo Nereo López –luego de confesar para mi perplejidad que últimamente veía doble–, me enviaría por venturosa coincidencia, desde New York, uno de los retratos que una tarde me hizo en Bogotá destinado a la solapa de Las muertes inconclusas.
Hoy me siento fortalecido. Dentro de dos días ingresaré al quirófano por ocho horas y aunque no he recobrado todavía la percepción del evasivo perfume de las violetas he podido advertir que ya perdí mi olfato de lebrel. Las lunitas de mis uñas comienzan a salir de su eclipse y sospecho que en un par de meses volverán a resplandecer. Ahora camino buscando el verdor...
Me detengo debajo de los árboles. Todavía desconozco el destino de mi cuerpo. Con sorpresa noto que un gorrión que cantaba infatigablemente todas las mañanas se ha silenciado: quiero creer que ha encontrado el amor.
¡Soy feliz!
         
Y como uno se enferma solo pero se salva acompañado, debo agradecer a Pilar, Dylia, Jaime, Clara y María Elena, ¡por todo! A Antonio Gamoneda, a Casimiro de Brito y Armando Rojas Guardia, quienes desde su cima poética constantemente me enviaban sus lúcidos mensajes y sus maravillosas ofrendas. A los buenos artistas –y mejores amigos– Ángel Loochkartt, Eduardo Esparza, Jim Amaral, Gastone Bettelli, Fernando Maldonado y Germán Londoño, quienes se preocupaban más por mí que yo mismo. A los respetuosos y legítimos místicos que intentaron  blindarme con plegarias. A quienes me enviaron sus hermosos mensajes y especialmente a quienes fueron más allá… A las incomparables Sandra Soler, Martha Cecilia Rivera, Ana Francisca Rodas y Catalina Rodríguez, que dibujaron relámpagos bajo el eclipse. A los escritores Marco A. Campos, Jorge Torres, Gabriel Arturo Castro, Julio César Goyes, H. Socarrás, Jairo López, Luis Felipe González e Iván Beltrán, hermanos en este itinerario incierto. A Andrés Muñoz y Carlos Ortiz que hicieron de la ciencia un sacramento. A Amparo, Esperanza y Martha, quienes me prodigaron con su luz varios remedios mágicos, muchos de los cuales espero patentar; y a Santiaguito, quien me legó sin saberlo el irónico epígrafe de esta crónica.

Bogotá, 12 de abril de 2015

La intemperie interior

Entrevista con GONZALO MÁRQUEZ CRISTO

Por Raquel Abend Van Dalen
 (Poeta venezolana)

Tu poesía se enfrenta a temas considerablemente difíciles. El desamparo del ser humano, su relación entre el lenguaje y el tiempo, y la naturaleza misma de la dicción poética... Muchos al escribir huyen conscientemente de estos asuntos. ¿Qué hay en ellos que te atraiga con tanta fuerza?
Creo que la poesía sólo tiene un tema: la muerte. Lo demás podría ser prestidigitación estética, escándalo formal, divertimento. Si la narrativa es el reino de la otredad, si es allí donde el lector puede convertirse en Otro –llámese héroe o antihéroe–, en el poema se hace posible la conquista de la Unidad según pensaba Valéry, y como es sabido no existe mayor convergencia que la muerte. Allí radica la gran fascinación del hecho poético y su profunda opción “creativa” –para aludir al término griego poiesis.
Y ahora, indagando desde otra variante, si la filosofía es considerada por Sócrates como una preparación para la muerte, entonces la poesía, su melliza antagónica, procedente para algunos de esa otra cesación que es el sueño, tendría que formularse como una libertaria pedagogía para “existir” (“estar fuera” según la etimología de este vocablo), pues gracias a aquel sorprendente acto centrífugo es posible capturar el núcleo inmóvil que permite entrar en nuestra sombra, cuna de las más poderosas imágenes. No hay que olvidar que Thánatos e Hypnos eran gemelos en la mitología, y que los griegos hermanaron esas dos hechizantes creaturas: la muerte y el sueño, lo que jamás puede ser entendido como una casualidad.
Entonces el desamparo que tú mencionas, o mejor la conciencia de la intemperie interior, es también la certidumbre de la fatalidad, la aceptación de nuestra naturaleza nimia y efímera, porque la poesía se nutre de la lucidez legada por lo perecedero. Así esta forma expresiva-existencial nos da la oportunidad de habitar por raptos el sitio donde se interrumpe el deseo, el lugar donde su pulsión es resuelta (la morada de la muerte), y en consecuencia la palabra al enfrentarse a su antagonista, podrá ser reinventada en su silencio, porque toda idea aflora como una fecundación de conceptos antípodas y toda poesía como una alianza de palabras en pugna.
De esta manera el lenguaje y el tiempo –retomando otra arista de tu pregunta–, esas corrientes en las que todos estamos sumergidos, viven bajo el asedio de la muerte; el primero cuando añoramos su más alta posibilidad expresiva denominada poesía, que pretende hallar el sitio donde se detiene la palabra para convocar su resurrección, y el segundo, el torrente rojo de Heráclito, porque en su permanente morir y renacer, recuerda que el futuro, es de alguna manera, el nombre más engañoso que hemos inventado para llamar a la muerte.
   
En tus poemarios has desplegado un estilo bastante consistente. Una voz que es coherente de libro en libro. No se trata de poemas en prosa ni exactamente de poemas en verso, sino de textos escritos en versículos, algunas veces cruzando la frontera del aforismo. ¿Cómo llegas a esta escritura tan singular?
Creo, y lo dice uno de los personajes de mi obra Ritual de títeres, que el estilo es la forma más alta de la soledad. Encontré mi escritura o mi forma –y esto lo digo lejos de cualquier consideración cualitativa– después de numerosos saltos al abismo con consecuencias radicales para mí. La intención –o mejor la condena– de crear una frase que no fuese solamente ornamental o musical, fue un duro trabajo donde entendí que cada imagen y cada reflexión inscrita en un poema tenía que aflorar de una experiencia, de un “ensayo” –siguiendo el origen latino del término– realizado con el lenguaje, que define la posibilidad de pensar, pero también de una contienda con el sexo incendiado y desde luego con eso que llamaban corazón.

Acabas de publicar tu cuarto poemario: La morada fugitiva, donde se percibe la intención de ahondar en tu acento inconfundible, de antecedentes difíciles de rastrear en el ámbito hispanoamericano… Y al leer el último poema, que da título al libro, advertimos allí la canción de todos los perseguidos, los refugiados; no sólo de quienes huyen por motivos interiores, sino de aquellas víctimas de una realidad social o política aciaga…
Este libro constituye un regreso al origen de mi palabra, porque vuelvo a la estructura de mi primer poemario: Apocalipsis de la rosa (1988), de una forma distinta –y  sobra decir que todo retorno implica sustanciales variaciones para que sea posible–. En La morada fugitiva la exploración existencial, la desgarradura interior, la tiranía del tiempo, la herencia de un lenguaje enfermo, la decisión de escribir tan sólo lo que me determina como si se tratara de plasmar una huella dactilar, y la cruenta realidad de mi país, están dichos desde la opción milagrosa del poema, que no se rebaja a la simpleza política, sino a la necesidad de ser vigías metafísicos de un tiempo calcinado.

Aparte de una prolongada actividad como poeta, también eres narrador y ensayista, ¿qué de ti quieres entregarle a cada género literario?
Mi narrativa pareciera descentrada en su esencia y podría decir que ha sufrido la voracidad de esos dos soles que rigen la reflexión y la poesía, y que llevaron a Martin Heidegger a afirmar: “Los filósofos y los poetas vigilan la casa del Ser”. Cuando asumo un poema imagino que en su arquitectura misteriosa y promiscua pueda coincidir la música, el pensamiento insumiso y el destello asombroso de la imagen. Por otra parte, cuando me entrego al estremecedor recorrido mental que impone la escritura de un ensayo espero que la “belleza” –tan injustamente impugnada por la postmodernidad– florezca en ese fecundo itinerario. Y por último, al adentrarme en mis relatos fantásticos de El tempestario y en mi “novela” –que prefiero mencionar siempre entre comillas– avanzo con la certeza de que “la esencia del arte es la poesía”, como lo afirmaba el filósofo alemán arriba mencionado.

Tu novela Ritual de títeres, se desarrolla con una dicción francamente poética. ¿Qué puentes se tendieron entre la escritura de esta obra y tu poesía?
Mi “novela” podría ser más –como lo ha propuesto la crítica– un poema narrativo o un ensayo poetizado, distante de las normas que orientan éste género que define la Modernidad; especialmente si se recuerda que en sus 48 capítulos que se entrecruzan la acción es puesta en entredicho. Esta antinovela escrita hace veinte años, que fue interpretada en 2012 por 30 importantes pintores colombianos –acto que nunca dejará de conmoverme–, quiere demostrar la fatiga y la vacuidad de la acción en la narrativa exteriorista escrita en los tiempos de la hegemonía audiovisual, también la norma generalizada de unos personajes incapaces de pensar, y desde luego la arrogancia de algunos escritores que pretenden la creación de desmesurados mundos paralelos donde la poesía jamás es invitada, cuando debemos recordar que sólo somos creadores de fragmentos, de respiraciones entrecortadas y de rojos alaridos lanzados al cielo azulado del amanecer.
Ritual de títeres, cuya escritura fue para mí tan prolongada y tortuosa (nueve años), sin duda determinó mi escritura posterior por ser un combate a pérdida con la palabra y con mi vida constelada de suicidios.

Ganaste el Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot y, tengo entendido, que estás dando por terminado un extenso libro de ensayos. ¿De qué tratarán estos textos?
Por superstición nunca hablo de mis obras inéditas, sin embargo te puedo adelantar que contiene un conjunto de ensayos (tal vez seis), uno de los cuales tiene por título “La pregunta del origen”, texto ganador del Maurice Blanchot, donde mi intención fue escudriñar las sorprendentes apariciones del espíritu trágico en la Tierra, cuya cima fue la catártica Tragedia, consagrada hace dos mil quinientos años en Grecia.
Pero en general este libro es una aproximación a algunos temas que me obsesionan, donde pensamiento y poesía se amalgaman, con el propósito necesario de provocar la luminosa conciencia que habita en toda “muerte discontinua” y en su mágica opción de retorno.  
      
La editorial Común Presencia que tú animas, ha realizado un trabajo de difusión literaria importante, centrado principalmente en la poesía. ¿Qué buscan en un escritor? ¿Y cuáles son los retos principales de editar hoy en día?
Hace dos décadas tuvimos la idea (con un grupo de desesperados poetas) de fundar una revista libre, difusora de voces esenciales, que llegó a ser significativa en el panorama cultural por dar a conocer escritores de otras lenguas y por realizar memorables entrevistas a grandes figuras como E.M. Cioran, Saramago, Vargas Llosa, Olga Orozco y Baudrillard entre otros, algunas de ellas publicadas en varios países y lenguas.
Posteriormente, en 2001, creamos una editorial independiente, donde invitamos a importantes artistas plásticos latinoamericanos para que sus imágenes dialogaran en nuestras cuidadas ediciones con los textos de los autores publicados; y es así como hoy, doce años después, al sobrepasar los 90 títulos, en manifiesta orfandad oficial, mantenemos nuestra franca pugna con las ligeras temáticas promovidas por esta época envilecida, objetivo que esperamos jamás sea traicionado, especialmente porque nos queda la lucidez concedida a quienes viven siempre al borde de la ruina.
En nuestra Colección Los Conjurados privilegiamos autores que nunca serían publicados debido a la mezquindad de las grandes editoriales, que con tanta frecuencia promueven lo banal, la truculencia, y que además han excluido por motivos de rentabilidad los géneros de la Poesía, el Ensayo y el Cuento, del panorama mundial.
Nuestro sueño original fue el de publicar una literatura que ayudara a rescatar las esencias humanas, que denunciara el espejismo de lo real, y que jamás se lucrara de nuestras heridas, porque somos muchos los que aún creemos en ese anacronismo llamado libertad.

Diciembre 19 de 2013

Palabras para el apocalipsis



Cuando el 40% de la población mundial se encuentra en la miseria y en África el índice de mortalidad infantil es del 33%, cuando en Zambia y Zimbawe la esperanza de vida es tan solo de 42 años mientras en Botswana el 24% de la población padece de sida según los más recientes datos del PRB (Population Reference Bureau), tenemos que afirmar que el fin del mundo ya ocurrió y que sólo optimistas como los Mayas aún sueñan con un apocalipsis que se producirá según sus profecías el próximo 21 de diciembre.
Cuando hemos asistido a guerras donde toda posibilidad épica fue reemplazada por la inhumana opción del exterminio, donde incluso la abolición de la identidad que pretendieron los gobiernos más absolutistas recayó sobre nuestros huesos –como lo demostraron los serbios al triturar los restos de sus víctimas con aplanadoras, para luego mezclarlos con el patético fin de arrasar toda seña particular–; cuando los gobiernos de los países adelantados invirtieron en 2008, durante la pasada crisis financiera, 17 trillones de dólares para salvar el sistema bancario, lo que según el gran economista Manfred Max-Neef habría bastado para eliminar el hambre en el mundo durante 600 años, y cuando países como Colombia y México sufren una violencia incontenible producto de la prohibición de la droga, que en forma paradójica ya empieza a ser legalizada en Estados Unidos, no es posible seguir sosteniendo con nuestra característica arrogancia científica, que el poder visionario de esa cultura que predijo los eclipses que sucederían durante el siguiente milenio haya fracasado.
Cuando los fundamentalismos cruentos y las tasas enormes de desempleo aumentan, cuando el recalentamiento global emerge ante la indolencia de los países desarrollados que son los que más contaminan, y cuando la discriminación y la desigualdad económica es cada día más rampante, no podemos afirmar que el pueblo que concibió el Popol Vuh, construyó el maravilloso observatorio de Chichén Itzá y adoraba a Kukulkán, estuviese equivocado.
Cuando debido al desenfreno tecnológico hemos presenciado durante las últimas décadas la aparición del alienígena oriundo del ciberespacio, de aquella creatura que ya reina entre nosotros multiplicando nuestra soledad, y cuando hemos comprobado que todos los inventos que hacemos para liberarnos terminan esclavizándonos, no es prudente desconfiar de una sabia civilización que construyó un calendario más exacto que el actual y que si no inventó la rueda –como lo critican con soberbia los adalides del progreso–, fue tan solo porque en la selva esa herramienta les era innecesaria.
Cuando padecemos la temeraria fragmentación del mundo y defendemos algunas especies animales aunque no nos interese salvar a las 3.000 millones de personas que viven en el sobresalto de la miseria en los países subdesarrollados, cuando el arte fue reducido a entretenimiento y advertimos que el lenguaje se encuentra amenazado por un dialecto planetario impuesto por la Internet, donde algunas de sus palabras comienzan a agonizar, y con ellas varios de nuestros pensamientos; y cuando el lector tradicional es también un ser en peligro, porque las nuevas tecnologías lo condenan a un constante asedio de mensajes inútiles y noticias fantasmagóricas por la Red; es decir cuando vivimos la consagración de lo efímero y somos incapaces de inventar textos o imágenes que puedan producir memoria, debemos recordar que las profecías mayas no podrán todavía ser impugnadas.
¡Feliz apocalipsis!



Tomado de Con-Fabulación

Mis últimos días con Chavela - María Cortina



María Cortina y Chavela Vargas
La mejor amiga de Chavela durante la última década, la periodista mexicana María Cortina, actual directora de la Feria del Libro del Zócalo, testimonia el impetuoso fin de una de las grandes voces de la canción popular hispanoamericana, en una crónica que cuenta los últimos deseos de la famosa cantante popular, quien siempre supo que “la soledad es el precio que debe pagar quien pretende ser libre”.
Por María Cortina
A sus 93 años de edad, Chavela Vargas quería transformar a La Llorona en un personaje teatral. Me lo comentó el 2 de julio pasado durante el trayecto México-Madrid, ciudad a la que acudió para despedirse de sus amigos y dedicar un concierto al poeta Federico García Lorca. No hubo modo de detenerla, ningún argumento sirvió para hacerle entender que eso de cruzar el Atlántico a los 93 años podría cobrarle factura. “Es mi último deseo y lo voy a cumplir”, expresó enfática.
Ir a Madrid, sin embargo, no fue su último deseo, sino su cuarto último deseo. El primero fue escribir un libro; el segundo grabar un disco “cómo y con quién le diera la gana” y el homenaje a García Lorca que presentó en Bellas Artes fue el tercero. Al cumplir su cuarto último deseo fue internada en un hospital de Madrid, producto de una severa arritmia y problemas respiratorios. Entonces expresó su quinto último deseo: “No me dejes morir aquí: la señora muerte está rondando y sé que pronto me iré, pero quiero hacerlo en México, esa es mi última voluntad”.
Como todos sus anteriores últimos deseos, Chavela consiguió cumplir el quinto. Después de varios días de haber estado hospitalizada en Madrid y otros más agarrando fuerzas en la Residencia de Estudiantes donde García Lorca pasó varios años de su juventud, el jueves 26 de julio llegó a Tepoztlán.
Dos días tuvo para disfrutar su jardín, para admirar nuevamente al cerro Chalchi y para consentir a su perra Lola, una xoloitzcuintle que tenía la manía de saltar de un lado a otro de la silla de ruedas de Chavela, como yegua salvaje.
El domingo 29 fue trasladada a un hospital de Cuernavaca. Unos minutos antes de las 13 horas del siguiente domingo, murió. Nunca salió de terapia intensiva del hospital, pero el médico que la atendió se hizo de la vista gorda y pude estar con ella durante largas horas cada día. Hablamos mucho, ella sonreía cada vez que me veía entrar, a pesar de la mascarilla de oxígeno, del suero, del catéter. A pesar de la figura de la señora muerte que día y noche rondó alrededor de su cama.
Desde que fue ingresada al hospital, Chavela no volvió a expresar ningún último deseo. Ni siquiera retomó el tema sobre el personaje de La Llorona que se convirtió en el único proyecto que no concluyó. Aun así, yo seguí pensando que no moriría. Su capacidad para crear un proyecto tras otro le daba tanta vida como muerte le restaba. Cuando en 2009 presentamos en la Feria del Libro de Guadalajara Las verdades de Chavela, el libro que escribimos juntas, estaba radiante. Tanto, que Carlos Monsiváis, quien fue uno de los presentadores, me preguntó qué tipo de brebaje se tomaba Chavela para mantenerse sana. Nadie, o muy pocos, notaba que estaba sentada en la silla de ruedas que, según ella, fue un latigazo que le dio la vida, pero que no le quitó ni por un segundo su libertad.
Hasta el último momento hizo exactamente lo que le dio la gana. Cuando estaba grabando el disco Por mi culpa tuvo una especie de depresión que la mantuvo ausente del mundo. En una de las visitas que le hacía a Tepoztlán le advertí que no volvería. “¿Para qué? –le grité casi–, si tú no estás”. Esa tarde alcanzó a decirme suavecito que no me preocupara, que se encontraba bien. Unas semanas después de la presentación del disco, me llamó por teléfono y me saludó con su voz ronca de toda la vida. Juro que me tembló el alma. “¿Chavela, pues dónde andabas?”, pregunté. “Adentro, muy adentro de mí”, respondió. A partir de entonces le saltó con mayor fuerza su vena lorquiana. Participó en un documental sobre Lorca, comenzó a seleccionar los poemas que después incluyó en el disco La luna grande, los memorizó y los musicalizó con música de su repertorio. Finalmente los grabó con Discos Corason, la disquera que la ayudó a cumplir dos de sus últimos sueños.
En abril de 2012 se presentó en Bellas Artes, acompañada de Eugenia León y Martirio. Más que su voz, fue la intensidad de su canto lo que hizo llorar al público, en su mayoría compuesto por jóvenes, como sucedió también en Madrid. Y fue también el hecho de tener el valor para, a sus 93 años, plantarse en un escenario. Después del concierto en Bellas Artes quiso ir a comer. Y nos lanzamos al Tenampa, donde junto con un grupo de amigos cantamos y tomamos tequila durante horas. No fue esa la primera ocasión en la que Chavela volvió a tomarse un caballito de tequila después de varios años de abstinencia. Lo hacía de tanto en tanto. La primera vez fue en Tlaquepaque. Pidió un caballito de tequila y unos mariachis. Se chutó de un solo trago la copa y mostró la sonrisa más amplia de todas las que le conocí.
En su casa de Tepoztlán pasó muchos días en compañía de amigos tequileros. Pero la mayoría del tiempo se encontraba sola. Con sus dos maravillosos ángeles custodios, Liliana Achuy Fan y Lorena Barrera, pasaba las tardes leyendo, escuchando música o hablando con el Chalchi sobre la muerte, la vida y la soledad. Siempre sostuvo que la soledad no le disgustaba y yo le creí. Ella sabía que era el precio que tuvo que pagar por su libertad. De otra forma no hubiera podido ser Chavela Vargas con v y no con b, como lo escriben todas las otras Chabelas del mundo. Ella, Chavela Vargas, lo quiso escribir así para diferenciarse hasta en el nombre. “Dilo así –me comentó cuando escribíamos el libro–. Lo hice para joder”.
Un día me contó que el Chalchi tenía ya muchas cosas de ella. “He dejado mis palabras y mi memoria adentro de sus cuevas”, afirmó. La memoria es el pasado, le dije para provocarla. Pero ella me dio una de esas respuestas que atraviesan la razón de punta a punta: “La memoria es también el futuro, la memoria del futuro; la que inventamos cuando la vida se va deslizando de nuestro ser”.
Unos meses antes de cumplir 90 años, se le comenzó a deslizar la vida. Tuvo que ser internada en el Instituto Nacional de Neurología, donde permaneció durante más de 20 días. Fue la única vez que le rogué que no muriera. Le grité, la chantajeé. Le recordé que la ciudad estaba tirando la casa por la ventana para hacerle un homenaje. Todo con tal de que no muriera. “Todos mueren –me dijo–, no hay forma de evitarlo. Aun los chamanes mueren. No hay dinero ni poder que lo impida”.
En esa ocasión pensé que Chavela ya había decidido morir, pero me equivoqué. A las pocas semanas estaba en el homenaje que por sus 90 años se le hizo en el Teatro de la Ciudad, que tuvo que cerrar sus puertas cuando ya no cabía ni un alma más. Con Monsiváis presente, Eugenia León, Jimena Giménez Cacho, Lila Downs, Julieta Venegas, la Negra Chagra, Fernando del Castillo y Mario Ávila cantaron para ella. Eugenia, Lila y Tania Libertad cantaron también para ella en los homenajes de cuerpo presente que se le hicieron en la Plaza Garibaldi y Bellas Artes.
Chavela Vargas, la que dijo no tener miedo a morir, la que planificó su muerte, la que le dijo mil veces a la calaca: “cuando usted quiera le tiendo la mano”, la que no se cansó de crear, me confió unos días antes de morir que se iría, pero que al mismo tiempo seguiría por aquí. Después me pidió el medallón que los chamanes de la comunidad huichola le entregaron cuando la nombraron Gran Chamana. Lo tuvo puesto hasta el final.


La escritora mexicana María Cortina y el poeta colombiano Gonzalo Márquez Cristo, director de Con-Fabulación

El sábado por la tarde Chavela intentó arrancarse la mascarilla que le proveía de oxígeno. Quiere decirme algo, le informé a la enfermera. Ya sin ella puesta me susurró al oído: “María, ay María. Ay la muerte, la muerte la muerte”. El domingo no habló nada hasta que unos minutos antes de las 13 horas el médico volvió a quitarle la mascarilla y ella sacó fuerza de no me explico dónde y exclamó: “Me voy con México en el corazón”.
Cuando cumplió 92 años, me dijo que mientras viviera no dejaría de crear. La creación no termina si uno sigue vivo. Y prometió que el tiempo que le quedara de vida seguiría creando. Por eso pensé que nunca moriría. Porque siguió creando.
Cubierta con su jorongo se fue el domingo 5 de agosto Chavela Vargas al mundo de los chamanes y los cantantes, donde seguramente le escribe una obra musical a La Llorona. El color rojo del jorongo me hizo recordar lo que me dijo a sus 90 años: “Soy Chavela Vargas, tengo 90 años y estoy viva. Viva de tanto vivir, de tanto amar, de tanto gritar que estoy viva, como la vida, como el color rojo, como los recuerdos rojos que saben a pan”.
Y sí, Chavela, sigues viva.

(tomado del periódico virtual  Con-Fabulación)

Entrevista con Nicolás De la Hoz


El sueño de Ícaro
Por Gonzalo Márquez Cristo
Esta conversación con Nicolás De la Hoz (1960), cuya rigurosa obra artística es sustentada por una profundidad reflexiva inusual, más que un itinerario por sus singulares mundos paralelos, es un auténtico manifiesto creativo, la formulación estética y vital de un infatigable soñador de “objetos de poder”. Aquí el luminoso retrato de su canibalismo interior.
Nicolás De la Hoz, fotografía de Sergio Trujillo Béjar
—El fuego muchas veces corrige mis obras, las paso por la pira cuando sus aguas se agitan bruscamente. Siempre he creído que debemos liberar al cuadro, obligarlo a escapar cuando al aproximarnos al lienzo escuchamos su oleaje golpeando contra sus bordes...
Me dijo la primera vez que visité su refugio en el noroccidente de Bogotá, donde la hierba de su Jardín de Freud, bautizado así en honor a su libidinoso gato moteado, todavía mostraba señales del sacrificio pictórico acaecido días atrás, durante la condena a la hoguera de alguna de sus obras insumisas.
—No le concedo la vida a un cuadro por una simple expectativa comercial, ni siquiera estética. Creo que todas mis pinturas que sobreviven implican un viaje al averno, un tortuoso itinerario que si tengo suerte logra elevarlas a “objetos de poder”. Hay algo devorador en ese proceso, lo sé, pero sólo entiendo el arte como antropofagia.
Prosiguió con voz grave sin sospechar aún que nuestra conversación estaba destinada a continuar sin interrupciones durante varias semanas, a veces ante la serenidad de su presencia y muchas otras en la agresiva soledad de mis vigilias.
—Usted vivió en La Habana, durante los primeros años de la Revolución, ¿qué recuerda de esa época convulsa, cuando la utopía comenzaba a confrontarse?
—Mi padre era un ingeniero eléctrico bastante soñador que creía en la fraternidad, sentimiento muy extraño ahora, razón por la cual viajamos a Cuba, pues pretendía participar en ese laboratorio humano... Eran tiempos difíciles y como se sabe regidos por la escasez, sin embargo todas las mañanas, encontrábamos tres litros de leche en el umbral, y eso tiene un encanto que jamás pasaría inadvertido para quienes hemos estudiado obsesivamente el psicoanálisis.
—El poeta francés Bernard Nöel decía que es venturoso para los pobres nacer en Cuba y para los ricos en países donde la desigualdad es más cruenta…
—Es cierto, aunque siempre que pienso en mi nacimiento no me interrogo por el lugar sino por el tiempo en el que caí. ¡No habría podido hacerlo en uno peor!
—¿Era perceptible para un niño el experimento social que estaban inventando en la isla por entonces?
—En mi espacio interior se construían realidades que posteriormente pude reconocer. En La Habana vivíamos cerca al teatro Karl Marx que antes se llamaba Tiempos Modernos por el genial film de Chaplin: le habían cambiado el nombre del rebelde interior por el agitador colectivo… Espero que algún día recobre su nombre original que hoy resulta más sedicioso… Pero existe algo que responde con precisión a la pregunta: cuando llegué a Barranquilla sacaba mis juguetes con ingenuidad para disfrutarlos con mis amigos como lo hacía en La Habana cotidianamente, pero en mi nueva morada nunca me los devolvían, o me los entregaban destruidos. Gracias a la Revolución compartir se había convertido en culto.
—¿Comenzó a pintar durante aquellos primeros años?
—Soy un intruso en el arte... A los seis, en La Habana, vi a unos niños checos dibujando con acuarelas, me acerqué con curiosidad y por primera vez supe que el mundo podía caber en una hoja de papel. Quedé pasmado. No obstante comencé a pintar años después, aunque tal vez mienta, pues las atmósferas derruidas de mis cuadros son originarias de mi infancia habanera y barranquillera, transcurridas en Miramar y en el barrio Prado Viejo, respectivamente.
—Y eso ocurría en un tiempo en el cual todavía existían los sueños…
—Sí, es fácil notar que hace un par de décadas nos fueron arrebatando aquellas fuerzas que determinaron los acontecimientos más significativos por varios siglos y quienes lo hicieron jamás notaron que al despojarnos del sueño también sacrificaron la realidad: nos quedamos sin espacio existencial. Antes éramos individuos, ahora fantasmas.
—La injusticia es algo que ya no tiene críticos, la libertad, con el perdón de Delacroix  ya no guía a nadie.Mientras alguien padezca, la rosa no podrá ser bella; mientras alguien mire el pan con envidia, el trigo no podrá dormir…”, decía Manuel Scorza.
—Yo miro atrás para ver preguntas no respuestas… Las consignas de la Revolución Francesa fueron arrasadas… Para expresar alguna injusticia prefiero tomar un camino oblicuo. Para representar una escena erótica soy un esclavo de la sugerencia. Y aún más, yo apenas puedo contar la vida de personas que no tienen sueños, o simplemente señalar algunos sueños que van a morir —comenta con desolación—. Mira la luz tangencial de ese enorme árbol, esos son los rayos agónicos, rasantes, que me agrada pintar… 

Nicolás De la Hoz: “Mujer caracol”
En la distancia un urapán se estremece entre las manos del viento. Caminamos lentamente por el jardín contemplando el cactus de los Cuatro Vientos, una planta de ruda y un floripondio dorado, mientras Nicolás —lo digo con énfasis pues así firma sus cuadros, sin utilizar el apellido, con la misma humildad que lo hacía el atormentado Vincent—, me va presentando las hierbas que cultivan para aliñar los alimentos, aquellas presencias aromáticas cuya patria es la infancia: romero, menta, limonaria, laurel...
—Entiendo que volver de La Habana en esa época era un evento de surrealismo político —comento para recobrar la conversación.
—Nuestro regreso de Cuba lo tuvimos que hacer viajando a Praga, París, Lisboa y Caracas. Ese itinerario ilógico es una de las demostraciones del absurdo que instaura la política. Así supe para siempre que todas las fronteras son cruelmente imaginarias…
—A sus siete años su familia eligió residir en Barranquilla... Su paisaje ha sido definitivo en su obra, el muelle de Puerto Colombia es una de sus reiterativas representaciones…
—Fui, tal vez soy, un desadaptado. Estudié en trece colegios en Barranquilla y fui expulsado de seis. Al regresar a Colombia vimos cómo la Mano Negra perseguía a la población progresista y sintiendo ese miedo en el aire advertí que sería un extranjero en todas partes, un forastero en la Tierra, un hombre que debía armar su carta de navegación cada amanecer… Los valores de esta sociedad carecían de sentido para mí. Allí en una ocasión estuve a punto de suicidarme, me sentía tan solitario, tan excluido. Mi padre tenía dos pistolas y las miré con codicia… Sin embargo el viento mágico de Puerto Colombia que sopla en varios de mis cuadros vino en mi ayuda. Un día mi abuela se soltó el cabello en ese hermoso muelle y lo recuerdo como una ondeante bandera blanca. Años después en ese mismo lugar, ya casi derruido, lancé al mar durante una tarde anaranjada las cenizas de mi padre.
—En su pintura el tiempo parece estar trabajando sin cesar; si uno se acerca con sigilo durante la noche, tal vez podría sorprenderlo entregado a su acto preferido, el de roer…
—El tiempo vibra en mis cuadros y se bifurca como la lengua de las serpientes. Me gustan las casonas viejas, las máquinas oxidadas, los barcos inservibles, pero también las personas de nuestros días acorraladas en una cotidianidad sin esperanza. Existe algo bello en esa confrontación de instancias y de planos, y un principio de belleza en toda erosión.
—Los dirigibles son hermosos, estoy seguro de que su forma es la del sueño... El DC-3 es un avión fascinante, parece que sus hélices fueran senos… —divago buscando la pregunta—. ¿Sus pinturas de vehículos herrumbrosos o atemporales no manifiestan lo reciente que se ha vuelto la antigüedad?
—No había pensado que nuestra antigüedad apenas tiene algunas décadas, es perturbador… En cuanto al dirigible, diseñado por Ferdinand Von Zeppelin, me parece el vehículo más bello inventado por el hombre. Con frecuencia pinto el Modelo 2 y el 3. De mi amor por estos artefactos que para mí son híbridos entre un ser vivo y uno mecánico, surgió en 2009 la serie el Sueño de Ícaro, que conjunta el milagro del vuelo con el arrasamiento que acecha su experiencia en el límite. No puedo olvidar que el más famoso de estos navíos etéreos, el Hindenburg, se incendió en 1937, cuando aterrizaba en Nueva Jersey. Admiro también el Douglas DC-3, y otros carromatos antiguos y trenes. Las ruinas me seducen más que las selvas. Hay algo maravilloso en todo declinar, en lo marchito... No es cierto que la belleza habite en la primavera, nunca la he encontrado allí… Sé, como Rembrandt, cuya obra vista personalmente es alucinante, que la belleza ronda la destrucción.
Su esposa Fabiola, su más recurrente modelo, ingresa al jardín con dos copas de vino. Nicolás admira el color de la bebida y observa a través del cristal diciendo que en un brindis deben participar todos los sentidos, “incluso el sexto, la intuición”. Olfatea la bebida escarlata, palpa la superficie de la copa y la choca con la mía para producir un sonoro campaneo. De pronto se muestra eufórico y por algo inexplicable los animales se agitan, giran alrededor de nosotros. El gato Freud enloquece y salta sobre los dos perros atravesando el jardín en diagonales. Nos quedamos inmóviles atestiguando ese extraño performance.
 Nicolás De la Hoz: Serie: “Sueño de Ícaro”
—Existen artistas que nos asombran más en los libros que en los museos como Gauguin, y otros como Van Gogh, que cuando tenemos la suerte de ver alguno de sus originales, taladra los ojos —divaga y luego pregunta inquieto—. ¿Gonzalo, es posible que el pequeño Freud haya comido por equivocación la poderosa Flor de Campana?
—No lo creo, el horrible embrujo de “la trompeta del ángel” es devastador...
—Entonces el floripondio es todavía inocente... —dice sonriendo—. Soy un neófito en plantas sagradas pero he estudiado compulsivamente el psicoanálisis. En una época tenía sueños lúcidos y a veces podía pilotearlos como a uno de mis amados zepelines. Al mirar mis manos cuando estaba soñando, lo cual era uno de los ejercicios propuestos por el chamán Juan Matus para introducir la conciencia en medio de los itinerarios oníricos, me esforzaba por hacerlas desaparecer y aparecer a voluntad, con relativo éxito. Así entraba todas las noches mientras dormía con una especie de brújula, hasta aprender que todo sueño es una danza con monstruos que necesitan amor —culmina apasionadamente.
—Generalmente quienes estudian los sueños son los insomnes…
—Lo soy. Mi día tiene 26 horas, es decir que siempre despierto dos horas más tarde que el día anterior, es algo tormentoso; no obstante duermo el mismo tiempo. Mi madre decía que era extraterrestre, Fabiola sostiene que soy marciano... ¿A propósito cuánto dura un día en Marte…?
—Muerto Bradbury no me atrevería a responder... El psicoanálisis y el surrealismo orquestaron una rebelión de los sueños donde el privilegiado fue el deseo; pero soñar es también un ejercicio plástico…
—Sí. El inconsciente tiene un léxico tan reducido que debe hacer asociaciones. En Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci escrito por Sigmund Freud, asistimos al análisis de un episodio referido por el genio del Renacimiento donde un buitre introduce una pluma en su boca, imagen que fundamenta según el austríaco su homosexualidad latente. En la famosa pintura Santa Ana, la virgen y el niño se puede apreciar a un ave invertida formada por la falda de María, y eso sumado a algunos testimonios de Leonardo donde afirma que el sexo le era repulsivo, complementan ese estudio extraordinario...
—Leonardo decía algo muy divertido en ese libro —recuerdo—, que todo escultor tiene aspecto de panadero por el polvillo del mármol que se posa en su rostro, seguramente para ironizar a Miguel Ángel... ¿Pero del gato Freud cabalgando sobre los caninos que se puede interpretar?
—El gato está muy travieso hoy, es verdad… Sin embargo no podemos olvidar que los sentidos minimizan el mundo y que eliminar el verdugo de la razón, es una premisa de todo artista verdadero. La intuición, que pareciera ser una pesca en el inconsciente emprendida con una caña de luz, me protege… Una respuesta a la tiranía de la razón me llevó en 1997 a la serie Vuelo interior, donde aparecen por primera vez en mi obra los aviones DC-3 que le parecen eróticos —se burla Nicolás—, cuyo primer cuadro fue vendido en Christie´s y debí sacarlo por la ventana debido a su enorme tamaño de dos metros. Me asombraba ver a ese aeroplano volando hasta el andén. En 2005 inauguré Cartas de navegación, otra de mis críticas a la prepotencia racionalista, donde unos seres con paraguas me ayudan a rendirle tributo a los privilegios del inconsciente. Uno nunca alcanza a la madre, nos enseñó Freud. Jamás logra la vuelta al vientre que debe ser toda gran obra de arte. Por eso el mejor dibujante es un fracasado eterno, porque nunca podrá resolver el misterio que es ingresar en el origen —agrega con un tinte de desesperación—. Voy a confesar algo: me he obsesionado por pintar desde la oscuridad, como un ciego que va tanteando su mundo…
 —En una escena del Color del paraíso de Majid Majidi vemos como un niño ciego comienza a leer el mundo en Braille. Lee las piedritas de un manantial, los pétalos de unas flores, todo lo convierte en lenguaje…
—Es una escena magnífica. El arte es un fragmento de la realidad que al distorsionarla crea otra realidad. Si una obra no es el resultado de una experiencia interior es innecesaria… Los pintores hacemos lo mismo que el niño ciego de esa película, traducimos las formas a líneas. Nada es más abstracto que un dibujo. Cuando se pinta un paisaje se sabe que el horizonte no es una línea, que es tierra, rocas, árboles, y aun así persistimos.
—Siempre lo pensé: los mejores pintores son los ciegos —digo sonriendo.
 —Un artista debe potenciar lo intangible. Conmover trascendentemente… Ejercito el universo erótico y también el paisaje urbano, invento planos imposibles. Y sé que todo arte es abstracto: es una abstracción de la realidad, un poner en dos dimensiones algo tridimensional… Pero además que todo arte es conceptual: pues siempre tiene un concepto. En verdad las categorías son falaces. Yo sólo pretendo que mis cuadros imanten como un pezón, como una hélice.
—Parece un especialista en erotismo metálico… —digo para vengarme—. Su pintura es táctil, su materia es siempre protagónica, y sin embargo no se puede entender sin el dibujo; se podría incluso decir que en ella las tonalidades son controladas. ¿Cree que un colorista es el que ha podido descifrar el gris?
—El dibujo es más reflexivo y el color más emocional. En el gris hay algo indefinido, siniestro, ambiguo, que lo hace fascinante. La pintura es más libre, pero el dibujo más esencial. Un día para rebelarme contra mi origen, contra la cuna, decidí utilizar colores bruscos, alejarme de los grises… Lo cual fue desgarrador.
—Una feroz autocrítica y una gran laboriosidad caracterizan su oficio artístico…
—Sin duda… Me colgaba pesas en las muñecas para fortalecer los brazos y así poder pintar sin descanso. Cuando abandoné Ingeniería Electrónica e ingresé al taller de David Manzur, ya viviendo en Bogotá, dibujaba dieciséis horas diarias pues creo que cuando un artista asume una idea no debe tener limitaciones técnicas, sino estar provisto con todos los recursos para arriesgarse a buscar su mitad invisible. Plasmar es dar cuerpo, lo cual es muy difícil. Es provocar una trampa visual, un engaño magno. Cuando estoy pintando unas veces siento a Tiziano observándome por encima de mi hombro, otras veces a Vermeer, y no puedo defraudarlos.
—Y supongo que a Leonardo Da Vinci siempre… El biógrafo Fred Berence arguye que la estirpe del primero era olímpica, mientras Miguel Ángel era titánico...
—Leonardo, el inconcluso, es mi artista predilecto, su pintura es muy reflexiva. Es notable la síntesis del biógrafo que menciona… En cuanto a Miguel Ángel, es sin duda más emocional… Me encanta el arte del Renacimiento, del Barroco. Estoy seguro de que una parte de mi espíritu nunca llegó acá, jamás ingresó a esta época harapienta. Pero yo admiro la existencia más que las obras. Mis influencias están afuera, tal vez más en la física o en la literatura: Max Planck o Raskólnikov, me despiertan motivaciones múltiples.
Freud de nuevo salta e ingresa a la sala atropelladamente. La declinante luz del sol se ensaña con el colosal árbol en la distancia. Nicolás comenta que el próximo mes un amigo le regalará un Hikuri para culminar la triada mágica de su jardín. Brindamos por su futura divinidad.
—Varias de sus pinturas están tuteladas por la asombrosa idea de William Blake: “Si las puertas de la percepción quedaran depuradas todo se le mostraría al hombre tal cual es, es decir infinito...” —comento señalando el horizonte oscurecido. 
—Es cierto. El vino y las plantas mágicas saben que la razón es un elemento de estorbo para ver el universo —dice bebiendo un largo sorbo—. Mi serie Los aprendices, creada bajo la brújula de Castaneda, sugiere que una obra de arte debe provocar un cambio de conciencia. Y me obsesiona aquello que se denomina Numen, una entidad metafísica sentida pero no percibida, una señal que nos acecha en lo invisible...
—¿Cree en el artista como un constructor de nuevos tótems, en el arte como adivinación?
—Tal vez… Soy un personaje esquivo, que se esfuerza por tener un ojo en la nuca y otro en los dedos, y que utiliza la pintura para que sus sueños no puedan escapar. Batallo por percibir el mundo de un modo irresponsable, por traducir al tacto los colores, por recuperar el salvajismo cuando pienso… Pero nunca inicio un cuadro si mis manos no están huracanadas y si no estoy preparado para maltratar mi espíritu hasta hacerlo sangrar...
Hace frío. Contemplo un paraguas abierto de un color imposible. Percibo los aromas de la cena. Nos llaman a la mesa. Alguien dibuja en un planeta alterno, inventa atmósferas, realidades paralelas… Alguien pinta en Braille. Interroga el silencio… Escucho la respiración de un Zepelín. Un avión antiguo despertando. El viento arranca una temeraria flor amarilla. Advierto que mis manos no desaparecen. Sorprendo a Freud durmiendo en la casa de los perros. Y antes de entrar veo a Ícaro, con sus alas plateadas, nuevamente volando.

(Tomado de Con-Fabulación Periódico Virtual)