Crónica de un viaje al país de la muerte - Lírica 150

Por Gonzalo Márquez Cristo

Foto realizada por Nereo López
¡Más miedo me da almorzar!
Santiago Araújo Vallejo, a sus cuatro años

Ahora que evoco los tres meses de infructuoso periplo donde reinó la ignorancia de los reverenciados médicos, convertidos por la postmodernidad en tecnólogos dedicados a la adivinación, debo mencionar que en aquellos días el básico acto de comer se había convertido para mí en una experiencia dramática, y que me identificaba con un amiguito, quien había enfrentado a un obrero que lanzaba piropos a su atractiva mamá, con tan airosa decisión que ante la pregunta del rudo albañil: “¿No le produce temor enfrentarse a un hombre tan fuerte?”, el niño le respondió con sus brazos en jarra: “¡Más miedo me da almorzar!”
Por entonces alimentarme, la más notable afirmación de la vida, se convirtió en una experiencia tortuosa que me llevaría a juzgar gran parte de los alimentos, hasta llegar a proscribir –producto de la desorientación de los especialistas que visitaba y de un examen de patología interpretado por un verdadero rufián–, a los lúdicos guisantes o al engreído pargo rojo por una extraña condición letal, o al arroz que han relacionado con el maná bíblico, e incluso al festivo tomate, por ser fuente de una despiadada alergia que se había apoderado de mí. Desconcertado emprendí entonces un auto de fe contra los más inocentes alimentos, apuntando en una libreta todo lo que comía, proceso que me llevaría a atribuir a las cerezas una perversidad sólo comparable con la que investía a la incendiada zanahoria, y a inculpar al brócoli –diminuto árbol que antes me era deleitoso– de ser más nefasto que los baobabs del Principito.
Continué mi periplo aciago y en una ocasión, después de un desayuno que podría definir como agreste para omitir detalles fisiológicos, ingresé por urgencias a una clínica donde me recibió un verdadero comediante, el Dr. Vera, quien cultivaba la risa como remedio y acusando al estrés de mi oscura situación proclamó enfáticamente: «Si la escritura le causa angustia abandone la literatura que ya nadie lee, si su mujer le produce ansiedad conquiste una más joven, si la grave situación del país le preocupa váyase a vivir a un isla griega»; sabios consejos que nunca podré menospreciar. Así me fui tranquilizando mientras me realizaban horas más tarde una endoscopia (biopsia incluida) de la que al despertar me encontré ensangrentado como si hubiese sido perpetrada por Mel Gibson; procedimiento que posteriormente tendría ribetes de alarido.
No es mi intención exhumar sombras sino iluminar un camino vilmente estigmatizado, por lo que me permitiré relatar algunos acontecimientos donde la paradoja se convirtió en norma. Después de numerosas citas médicas y de exámenes innecesarios, recibí por correo electrónico el 24 de diciembre como nefasto regalo de Navidad, a las diez de la mañana, los resultados de un examen donde se me diagnosticaba la lesión cancerígena. Esto lo refiero pues todavía no entiendo cómo se puede enviar una noticia tan adversa de esa forma tan impersonal, tan indolente. Sin embargo el ruin gastroenterólogo cuyo nombre omito, quien practicó la inmersión en mis entrañas, confundió –lo que es asombroso– el esófago con el estómago, y luego emprendería un viaje de agradables vacaciones, a pesar de la orfandad en que me dejaba.
Comenzó entonces un proceso despiadado que me llevó a emprender mi lucha contra el poderoso huésped, el temerario cangrejo (del griego carcinos: καρκίνος), que según las nuevas teorías médicas siempre está al acecho, caminando de lado, oculto en todos los seres humanos, aguardando un momento propicio para comenzar su callada rebelión, tal como lo presentí en “La escritura del abismo” publicado en mi poemario La morada fugitiva catorce meses antes de la estremecedora revelación, y escrito con tres años de antelación a la noticia descrita. 
Esa mañana de Navidad el caos se apoderó de mí y creí que de no comenzar el tratamiento moriría en la siguiente hora, sin embargo ante la imposibilidad de contactar un especialista debido a las fiestas de fin de año, me refugié en la luz del gran Epicuro de Samos, quien dijo para mi bien: «El más estremecedor de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros somos ella no es, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no somos».

Sosegándome permanecí en silencio sin encontrar horizonte. No obstante la magia advino muy pronto pues el artista Eduardo Esparza se propuso alinear las estrellas –no lo puedo decir de otra manera– y luego de enviarme su grabado “Espantemos la muerte” bautizado con una frase mía –esperando que el título fuera profético–, urdió en su finca de Tabio mi acceso a la esperanza.


“Espantemos la muerte”, grabado de Eduardo Esparza
Desde ese momento reinó el milagro. En forma increíble se fue tejiendo la ruta para llegar a uno de los especialistas imposibles que recomendaban en los círculos científicos de Colombia, y fue así como el 26 de diciembre, después de un encuentro inmisericorde con otro galeno del que prefiero no hablar, mi hermano Jaime (Director del Postgrado de Periodoncia de la Universidad El Bosque), me llamó intempestivamente para comentarme que una hora después teníamos cita con el cirujano perseguido, pues el jeroglífico se resolvía por fin a mi favor. Desde ese momento se tejió un manto protector, pues supe para siempre que uno se enferma solo pero se salva acompañado.
Minutos después, Andrés Muñoz Mora, figura paradigmática de la gastroenterología colombiana, al analizar mis exámenes que llevaba en una carpeta mojada por la lluvia, afirmó que todos eran erráticos, que él mismo me practicaría una endoscopia para despejar las ambigüedades, dando las explicaciones que yo había querido escuchar meses antes; y al constatar su diagnóstico muy pronto me instalaría un catéter en la vena subclavia –que lo sentí día y noche como un pájaro de teflón inserto en mi pecho–, y así el ocho de enero pude comenzar un tratamiento de 63 días, que involucraba un coctel de tres poderosas quimioterapias, que entrarían en mí como un río de lava, donde afortunadamente los efectos no serían tan devastadores como reza la tradición.
Tal vez parezca divertido para algunos pero me encontré, a la semana de haber comenzado el tratamiento, entregado a la superstición. Me sentía por momentos el protagonista de La búsqueda de lo absoluto de Balzac, realizando alquimias vegetales que me recuperaran la salud extraviada. Mis familiares y amigos quisieron involucrar también la hechicería y los poderes mágicos de las plantas, y fue cuando me propusieron ser operado por médicos invisibles, tratado por lectoras del iris, y así me legaron los encantos inexplicables de la jalea real que multiplica por veinte la vida de la abeja reina y del polen que, aunque no he podido comprobarlo todavía, además de curar las más agudas enfermedades, tiene efectos afrodisíacos. Simultáneamente me recomendaron diversas frutas que probablemente tienen poderes extraordinarios contra el funesto Cangrejo, como el mangostino que parece un pájaro disecado, ese reptil inmóvil que llamamos guanábana, el jengibre con el que hacía de niño ejércitos de piedra, la cúrcuma que se debería utilizar mejor en la pintura, la sábila que tiene en su interior un pez transparente que siempre saltaba de mis manos, los humildes arándanos, y también algunas plantas como el anamú, el té verde y la amarilla flor de la caléndula. No pasaba un día en que al llegar a mi apartamento el portero no me entregara extraños frascos con rústicas coberturas de aluminio, bolsas enormes colmadas de ramas aromáticas de filiación desconocida, tarros con hojas que no conocía ni Celestino Mutis.
Por esos días intercambié con el gran poeta español Antonio Gamoneda varias cartas donde nos burlábamos de la tragicómica situación y donde recibí sus sabios consejos impregnados de ironía. Aquí un fragmento de alguno de sus mensajes: «Quien hace vida normal, lucha en su ánimo, con la enfermedad, hace todo lo que sabe y puede (coadyuvantes antidepresivos, ejercicio moderado, remedios inocuos de tipo popular, alguno te diré, probablemente) con la voluntad de luchar, que aunque parezca clínicamente inútil, no lo es. El caso extremo es el del inocente que se cura porque tocó un hueso de cualquier santo, pero lamentablemente tal extremo no servirá para ti». Y no servía aunque fui perseguido con saña por toda clase de predicadores obstinados, furibundos cristianos, evangélicos fundamentalistas y testigos de Jehová.
Posterior a la misiva mencionada recibí una nota donde el citado Premio Cervantes, me refería la Melena de león (mericium erinaceus), hongo de gran poder recetado en casos como el mío por la homeopatía española, que siempre debería ir acompañado de agaricus + siitake + maitake + coriolus + cordyceps. No pude hacer otra cosa que reír; no obstante, por extraña coincidencia ese mismo día mi hermano me había conseguido el famoso jarabe mexicano de impronunciable nombre (Zrii), líquido viscoso de color rojo, mágica sangre de vampiro. Le comenté entonces a Gamoneda sobre la existencia de ese posible sustituto latinoamericano, quien en tono burlesco me respondió que en tal caso me dedicara mejor a ese líquido de Drácula, que podía ser más eficaz, especialmente si considerábamos su aspecto cinematográfico.
Por aquellos días los artefactos se rebelaron sin explicación alguna. Primero se estropeó el disco duro del computador, después le tocó el turno a la licuadora que se convirtió intempestivamente en un géiser y la lámpara de mi mesa de noche se transformó en luz de discoteca; por último la estufa de mi oficina se improvisó por segundos en una pequeña supernova y como si no fuese suficiente una mañana debí perseguir con saña dos moscas que obstinadas me rondaron como a Zeus.   


El hongo “Melena de león”
Los amigos fueron cerrando su maravilloso círculo del afecto. Armando Rojas Guardia me escribía asiduamente desde Caracas afirmando que la alegría es superior ontológicamente al dolor y que es necesario elaborar el gran arte de la salud. El artista Ángel Loochkartt cada vez que se bajaba del avión, de regreso de alguna conferencia o de reclamar un premio, me traía suplementos alimentarios, pócimas irreconocibles fundamentadas en algún congreso de chamanes amazónicos y, cuando la suerte estaba de mi lado, me visitaba con alguna de sus exóticas amigas, que al conocer mi caso y al notar mi imbatible serenidad, se improvisaban también de hechiceras, leían mi mano o la taza de chocolate y auguraban que viviría más años que los longevos personajes del Antiguo Testamento.
Semanas después la inmovilidad se apoderó de mí. Un eclipse viajaba por mis venas y, al borde del embrutecimiento, noté con desolación que sólo me era posible entender las telenovelas y los libros que habían sido premiados en los más importantes concursos hispanoamericanos. Toda acción, por elemental que fuera, demandaba de mí un enorme esfuerzo.
Alarmado y para salir de ese letargo me entregué sin éxito a la acupuntura, pues pronto desistí de esa punzante afición, al notar que las agujas del médico chino que me trataba me hacían más daño que mi agresivo tratamiento y me dejaban vistosas señales como si hubiese participado en una orgía de vampiros.
Es extraño confesarlo ahora pero vi la caída de mis sueños. Recordé al insuperable Nietzsche quien aseveró que es una infamia tener que sufrir por la idea que la sociedad tiene de una enfermedad además de padecer por la enfermedad misma. Como todas las personas en circunstancias similares era víctima de una exclusión flagrante, y mientras estaba un poco apesadumbrado por ello, la víspera de una de las más fuertes quimioterapias, me llamó en tono misterioso mi traductora al griego, la poeta Georgia Kaltsidou, para decirme que oraría por mí a la diosa Atenea, quien era una de las deidades facultadas en Grecia para curar –no mencionó a Apolo probablemente por mi filiación dionisiaca–, y debo reconocer que entonces me sentí fortalecido, a tal punto que creí que con la sublime Palas de mi lado, como le ocurrió a Odiseo, podría salir victorioso de mi Troya interior.
En la tercera fase del tratamiento (los 21 días finales) comencé a sentir que se ensañaban conmigo las doce plagas de Egipto. Cada amanecer se alteraba algo en mi cuerpo, por lo que decidí publicar en Con-Fabulación unas caricaturas del incomparable creador de Mafalda –alusivas a la enfermedad– con el título de Quinoterapia. Perdí dos terceras partes de mi cabello, o casi todo lo que me había quedado, como lo comenté en su momento, de mi arribo a Santorini en la cubierta de un barco, resistiendo un viento tan poderoso que podía recostarme sobre él.
Perdí también las huellas dactilares, vi que la barba que me había definido por décadas experimentaba un súbito otoño, y de pronto, y felizmente, me sentí evadido de mi identidad, lo que me reconfortaba; recordé entonces con codicia El pasajero de Antonioni, donde un corresponsal de guerra hastiado de su periplo existencial cambia su vida repentinamente por la de un traficante de armas.
Me había trasformado notablemente. Al mirarme en el espejo pensé que no me dejarían entrar a mi oficina, que mis más queridos amigos no me reconocerían, que quizá podría comenzar una nueva vida más irresponsable, sin embargo mi emoción no duró mucho pues al salir de mi apartamento fui saludado eufóricamente por el celador de turno, quien sin reparar en mi metamorfosis profunda me hizo una de sus bromas matutinas, y posteriormente vi que un fastidioso escritor del que todo el mundo huye cruzó impetuosamente la calle para saludarme, a pesar de ir con sombrero y bufanda, y más vestido que el hombre invisible. 
«Oh, Dionisos, me arrebataste la embriaguez pero me condenaste a una permanente resaca», pensaba. Las famosas náuseas que acompañan estos tratamientos por suerte nunca me hostigaron, sin embargo la dificultad para comer inherente a la lesión, se acrecentó a tal punto que durante quince días debí dedicarme a beber líquidos, para lo que me había preparado en noches interminables con mis amigos que inexplicablemente ahora se escondían –como si aún viviésemos el Oscurantismo–, y fue entonces, en esa etapa culminante, cuando me hice adicto a las horribles bebidas de los deportistas y a las compotas de bebé.
Una mañana noté que las manos ardían como fuego, lo que marcaba el advenimiento de una neuritis periférica. Las yemas de los dedos comenzaron a dormirse y desde entonces adquirí el hábito de vigilar con lupa mis huellas dactilares esperando su improbable retorno. Resultaba paradójico: podía cargar un fardo de adoquines pero me era imposible hacer el nudo de los zapatos; había perdido transitoriamente la motilidad fina. Debido a eso abrir una lata de atún se convertía en una aventura que me hacía recorrer el laborioso tránsito del Eslabón Perdido al Homo Sapiens. Me volví un maestro en utilizar herramientas, hacía piruetas con los saleros, utilizaba los cuchillos al contrario, innové en formas para abrir las botellas. Los más simples problemas prácticos me hacían elucubrar nuevas tácticas para solucionarlos. Me convertí en un estratega del absurdo, pero nunca pude solucionar por mí mismo el problema de abotonarme las mangas de la camisa. Me recetaron entonces como posible alivio –lo que no es una invención de mi mente delirante embrujada por la poesía–, un medicamento llamado “Lírica 150”; debo aclarar que aunque no atenuó mi dolencia, no podía ser otro el título de esta crónica.
Cuando esperaba que todas los testimonios narrados por mis amigos, referentes al aciago Cangrejo tuviesen un final feliz –y eso es lo mínimo que aguarda cualquier persona en mi situación–, un día alguien me comentó con minucia un caso fatal de un pariente y horas después, para mi desdicha, una amiga llamó para comentarme que una de sus cuñadas estaba agonizando por causa similar, lo que entendí entonces como una persecución, y sin soportarlo le dije que lo mío era un accidente, que enfermos eran quienes permitían que muriesen al año 4 millones de personas de malaria, que eran quienes discriminaban como si aún estuviéramos en el medioevo, quienes condenaban sin saber que más del 30% de las personas se están salvando con los nuevos protocolos mundiales y que sólo se necesita de un cerrado círculo de afecto para que eso sea probable. Colgué ofendido.
Para mi suerte, a las pocas horas del incidente, la poeta siberiana Maria Bronnikova me citó con el fin de entregarme uno de mis poemas vertidos al ruso, escrito en su armónica letra, y terminó el mensaje con un hermoso error producto de su particular español: “Eres en mi corazón”.
El pequeño infusor que debía llenar con el poderoso fluoracilo cada cinco días y que estuvo conectado a mí todo el tiempo durante las 9 semanas, se me fue haciendo más oneroso que la roca para el desdichado Sísifo. Como había perdido el tacto transitoriamente y mi sentido del gusto nadaba en su extravío (dejé de reconocer el sabor salado), con algo de angustia decidí llamar a Martha Osorio, pues ella se había convertido en brillante guía debido a su experiencia en dos asombrosos combates de los que había salido vencedora. Allí fue cuando la marihuana inmersa en alcohol surgió por primera vez para aliviar mis manos como teas y cuando la maracachafa sin alcohol –que había descuidado en mi adolescencia– me rindió sus beneficios. Para finalizar le comenté mi reciente problema con el gusto –no con la estética, ¡qué pensarían mis amados griegos!– a lo que ella encendiendo un cigarrillo me refirió el suyo con la visión, y afirmó que durante la “quimio” que experimentara hace 14 años, comenzó a ver todo en rosa, lo que la atemorizó al comienzo, aunque después –aseveró–, pensaría que muy pocas personas en verdad podían decir que habían vivido una vida en rosa.
Una tarde mientras intentaba distraer a la muerte leyendo algún poema de Rimbaud probé una pizca de sal y me supo ácida, especulé sobre ello, busqué limón y en vez de parecerme salado cómo lo imaginé por antagonismo, me supo amargo. Me enfrentaba en la realidad al desarreglo de todos los sentidos. Las ventanas de mi percepción danzaban y –aclaro– habían pasado varios años de mi bautizo con el LSD. El olfato en cambio se aguzaba cuando me aplicaban las dosis más fuertes del tratamiento: se había exacerbado como el de un perro sabueso… Podía reconocer un olor a gran distancia. Si un dulce era abierto sabía que era de fresa o de frambuesa a quince metros. No había nada que escapara a mi olfato de lobo. El perfume de la mujer del apartamento contiguo me despertaba, el sabor de la pizza que comían mis vecinos todos los viernes antes de sus noches de ruidosa lujuria dejó de ser un enigma, no obstante en forma inexplicable el único olor que se me escapaba era el de las violetas que regaba cada tercer día en mi balcón.
Poco antes de terminar el tratamiento, mientras desayunaba con mi hermana Clara en un restaurante, un perro idéntico a los que pintara Rufino Tamayo entró al sitio intempestivamente y me eligió a mí entre los doce comensales presentes. De nada sirvieron los gritos de la mesera ni de su furiosa dueña con el propósito de detenerlo. De repente desistió y, sin ladrar, tal como entrara, salió del lugar volviéndose con frecuencia hasta que desapareció. Permanecí temblando. Nunca pude entender la razón que lo sedujo, pero imaginé que los químicos que perseguían dentro de mí a todas las células vertiginosas eran los responsables de hechizar a ese canino, así como también de hacerme orinar al amanecer pompas de jabón.
Por un cambio en el reloj biológico durante dos meses escuché el primer canto de los pájaros que pueblan los torturados árboles del parque Portugal de Chapinero. Cada cinco días debía sustituir el infusor, en un verde lugar donde unas Enfermeras Jefes (Bianca y María Angélica) me atendían con tanta dedicación que me hacían creer que la vida jamás podía ser derrotada. Corroboré así la convicción que tenía desde la adolescencia, de que las enfermeras eran lo único confiable en este mundo enloquecido. 
Terminé el tratamiento y a pesar de que me sentía como un prisionero de Auschwitz todos celebraban mi apariencia lustral, e incluso no faltó quien me encontró renovado hasta llegar a preguntar si me había hecho una cirugía plástica. Me sentí palpitante. De 14 medicamentos que tomaba diariamente descendí a 4 –sin contar la docena de libros de poesía que mantengo en mi mesa de noche y que en verdad no han dejado de aliviarme.
El tacto comenzó a regresar lentamente, el gusto hizo lo mismo muy despacio, y mientras espero que el olfato se atenúe, tal como el Funes de Borges ruega porque su infatigable memoria se diluya, supe que la lesión se reducía considerablemente y que los antígenos descendían a lo normal. Entonces debí iniciar mi preparación para una delicada y extensa cirugía de ocho horas, a realizarse en parte por un robot comandado por Muñoz, por lo que me convertiría en el primer poeta biónico. 



Portada de Las muertes inconclusas. Óleo de Germán Londoño
Me esforcé por domeñar mis órganos y sentidos que creí a veces tan distantes. Comencé a acopiar mis fragmentos esparcidos por la explosión terapéutica: «En aquello puedo ayudarte –recuerdo que me dijo al respecto el poeta Socarrás–, pues sé dónde queda tu corazón».
Había vuelto a soñar, o mejor, al fin pude recordar lo que había soñado, hecho que nunca había ocurrido en aquellos dos meses. Una noche me desperté siguiendo algún inexplicable rumbo onírico y permanecí una hora contemplando a la bella mujer que dormía a mi lado, la acaricié con mis dedos todavía anestesiados por los venenos terapéuticos y percibí que ella vibraba como una planta cuando se le riega después de un día de estío. Entonces advertí que todo empezaba a cambiar: el océano de lava que me había poseído retrocedía, el ejército químico de ocupación me abandonaba, y sentí entonces el maravilloso regreso de mi cuerpo.  
Me levanté entusiasta. Noté que estaba cambiando de piel como las serpientes. Vi con asombro que había salido el sol en Bogotá e invité a Ángel Loochkartt a ver la última exposición de Jim Amaral. A la entrada, en una gran pared, me encontré sorpresivamente con un inmenso fragmento de un ensayo mío precediendo la muestra. A mano derecha las “Siete sombras” de bronce, alineadas, nos dieron la mágica bienvenida.
Mientras bebía un poderoso café hablando de los poemas en bronce de Amaral escuché la señal de alerta de mi teléfono. Abrí entonces el correo perezosamente, casi con displicencia, y para mi asombro vislumbré que era el generoso prólogo de Antonio Gamoneda a mi libro de ensayos, que había obtenido el Premio Internacional Maurice Blanchot hacía siete años y que, como es de suponer, fue condenado por las grandes editoriales colombianas.
Sentí que entraba a un tiempo propicio. Germán Londoño me llamaría al día siguiente para decirme que estaba terminando de pintar las ocho obras que acompañarían los textos de ese libro, según un pacto que habíamos sellado una tarde contemplando la soleada Medellín desde la altura de su apartamento. El legendario fotógrafo Nereo López –luego de confesar para mi perplejidad que últimamente veía doble–, me enviaría por venturosa coincidencia, desde New York, uno de los retratos que una tarde me hizo en Bogotá destinado a la solapa de Las muertes inconclusas.
Hoy me siento fortalecido. Dentro de dos días ingresaré al quirófano por ocho horas y aunque no he recobrado todavía la percepción del evasivo perfume de las violetas he podido advertir que ya perdí mi olfato de lebrel. Las lunitas de mis uñas comienzan a salir de su eclipse y sospecho que en un par de meses volverán a resplandecer. Ahora camino buscando el verdor...
Me detengo debajo de los árboles. Todavía desconozco el destino de mi cuerpo. Con sorpresa noto que un gorrión que cantaba infatigablemente todas las mañanas se ha silenciado: quiero creer que ha encontrado el amor.
¡Soy feliz!
         
Y como uno se enferma solo pero se salva acompañado, debo agradecer a Pilar, Dylia, Jaime, Clara y María Elena, ¡por todo! A Antonio Gamoneda, a Casimiro de Brito y Armando Rojas Guardia, quienes desde su cima poética constantemente me enviaban sus lúcidos mensajes y sus maravillosas ofrendas. A los buenos artistas –y mejores amigos– Ángel Loochkartt, Eduardo Esparza, Jim Amaral, Gastone Bettelli, Fernando Maldonado y Germán Londoño, quienes se preocupaban más por mí que yo mismo. A los respetuosos y legítimos místicos que intentaron  blindarme con plegarias. A quienes me enviaron sus hermosos mensajes y especialmente a quienes fueron más allá… A las incomparables Sandra Soler, Martha Cecilia Rivera, Ana Francisca Rodas y Catalina Rodríguez, que dibujaron relámpagos bajo el eclipse. A los escritores Marco A. Campos, Jorge Torres, Gabriel Arturo Castro, Julio César Goyes, H. Socarrás, Jairo López, Luis Felipe González e Iván Beltrán, hermanos en este itinerario incierto. A Andrés Muñoz y Carlos Ortiz que hicieron de la ciencia un sacramento. A Amparo, Esperanza y Martha, quienes me prodigaron con su luz varios remedios mágicos, muchos de los cuales espero patentar; y a Santiaguito, quien me legó sin saberlo el irónico epígrafe de esta crónica.

Bogotá, 12 de abril de 2015