Por Gonzalo Márquez Cristo
Foto
realizada por Nereo López
¡Más miedo me da almorzar!
Santiago Araújo Vallejo, a sus cuatro años
Ahora que evoco los tres meses de infructuoso periplo donde reinó la ignorancia de los reverenciados médicos, convertidos por la postmodernidad en tecnólogos dedicados a la adivinación, debo mencionar que en aquellos días el básico acto de comer se había convertido para mí en una experiencia dramática, y que me identificaba con un amiguito, quien había enfrentado a un obrero que lanzaba piropos a su atractiva mamá, con tan airosa decisión que ante la pregunta del rudo albañil: “¿No le produce temor enfrentarse a un hombre tan fuerte?”, el niño le respondió con sus brazos en jarra: “¡Más miedo me da almorzar!”
Por entonces alimentarme,
la más notable afirmación de la vida, se convirtió en una experiencia tortuosa
que me llevaría a juzgar gran parte de los alimentos, hasta llegar a proscribir
–producto de la desorientación de los especialistas que visitaba y de un examen
de patología interpretado por un verdadero rufián–, a los lúdicos guisantes o al
engreído pargo rojo por una extraña condición letal, o al arroz que han
relacionado con el maná bíblico, e incluso al festivo tomate, por ser fuente de
una despiadada alergia que se había apoderado de mí. Desconcertado emprendí
entonces un auto de fe contra los más inocentes alimentos, apuntando en una
libreta todo lo que comía, proceso que me llevaría a atribuir a las cerezas una
perversidad sólo comparable con la que investía a la incendiada zanahoria, y a inculpar
al brócoli –diminuto árbol que antes me era deleitoso– de ser más nefasto que
los baobabs del Principito.
Continué mi periplo
aciago y en una ocasión, después de un desayuno que podría definir como agreste
para omitir detalles fisiológicos, ingresé por urgencias a una clínica donde me
recibió un verdadero comediante, el Dr. Vera, quien cultivaba la risa como
remedio y acusando al estrés de mi oscura situación proclamó enfáticamente: «Si la escritura le causa angustia abandone la
literatura que ya nadie lee, si su mujer le produce ansiedad conquiste una más
joven, si la grave situación del país le preocupa váyase a vivir a un isla
griega»; sabios consejos que nunca podré
menospreciar. Así me fui tranquilizando mientras me realizaban horas más tarde una
endoscopia (biopsia incluida) de la que al despertar me encontré ensangrentado
como si hubiese sido perpetrada por Mel Gibson; procedimiento que posteriormente
tendría ribetes de alarido.
No es mi intención exhumar
sombras sino iluminar un camino vilmente estigmatizado, por lo que me permitiré
relatar algunos acontecimientos donde la paradoja se convirtió en norma. Después
de numerosas citas médicas y de exámenes innecesarios, recibí por correo
electrónico el 24 de diciembre como nefasto regalo de Navidad, a las diez de la
mañana, los resultados de un examen donde se me diagnosticaba la lesión
cancerígena. Esto lo refiero pues todavía no entiendo cómo se puede enviar una
noticia tan adversa de esa forma tan impersonal, tan indolente. Sin embargo el ruin
gastroenterólogo cuyo nombre omito, quien practicó la inmersión en mis entrañas,
confundió –lo que es asombroso– el esófago con el estómago, y luego emprendería
un viaje de agradables vacaciones, a pesar de la orfandad en que me dejaba.
Comenzó entonces un
proceso despiadado que me llevó a emprender mi lucha contra el poderoso huésped,
el temerario cangrejo (del griego carcinos: καρκίνος), que según las nuevas
teorías médicas siempre está al acecho, caminando de lado, oculto en todos los
seres humanos, aguardando un momento propicio para comenzar su callada
rebelión, tal como lo presentí en “La escritura del abismo” publicado en mi
poemario La morada fugitiva catorce
meses antes de la estremecedora revelación, y escrito con tres años de
antelación a la noticia descrita.
Esa mañana de Navidad
el caos se apoderó de mí y creí que de no comenzar el tratamiento moriría en la
siguiente hora, sin embargo ante la imposibilidad de contactar un especialista
debido a las fiestas de fin de año, me refugié en la luz del gran Epicuro de
Samos, quien dijo para mi bien: «El más estremecedor
de los males, la muerte, no es nada para nosotros, ya que mientras nosotros
somos ella no es, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no somos».
Sosegándome permanecí
en silencio sin encontrar horizonte. No obstante la magia advino muy pronto pues
el artista Eduardo Esparza se propuso alinear las estrellas –no lo puedo decir
de otra manera– y luego de enviarme su grabado “Espantemos la muerte” bautizado
con una frase mía –esperando que el título fuera profético–, urdió en su finca
de Tabio mi acceso a la esperanza.
“Espantemos la muerte”,
grabado de Eduardo Esparza
Desde ese momento reinó
el milagro. En forma increíble se fue tejiendo la ruta para llegar a uno de los
especialistas imposibles que recomendaban en los círculos científicos de
Colombia, y fue así como el 26 de diciembre, después de un encuentro inmisericorde
con otro galeno del que prefiero no hablar, mi hermano Jaime (Director del
Postgrado de Periodoncia de la Universidad El Bosque), me llamó intempestivamente
para comentarme que una hora después teníamos cita con el cirujano perseguido,
pues el jeroglífico se resolvía por fin a mi favor. Desde ese momento se tejió
un manto protector, pues supe para siempre que uno se enferma solo pero se
salva acompañado.
Minutos después, Andrés
Muñoz Mora, figura paradigmática de la gastroenterología colombiana, al
analizar mis exámenes que llevaba en una carpeta mojada por la lluvia, afirmó
que todos eran erráticos, que él mismo me practicaría una endoscopia para
despejar las ambigüedades, dando las explicaciones que yo había querido
escuchar meses antes; y al constatar su diagnóstico muy pronto me instalaría un
catéter en la vena subclavia –que lo sentí día y noche como un pájaro de teflón
inserto en mi pecho–, y así el ocho de enero pude comenzar un tratamiento de 63
días, que involucraba un coctel de tres poderosas quimioterapias, que entrarían
en mí como un río de lava, donde afortunadamente los efectos no serían tan devastadores
como reza la tradición.
Tal vez parezca divertido
para algunos pero me encontré, a la semana de haber comenzado el tratamiento,
entregado a la superstición. Me sentía por momentos el protagonista de La búsqueda de lo absoluto de Balzac,
realizando alquimias vegetales que me recuperaran la salud extraviada. Mis
familiares y amigos quisieron involucrar también la hechicería y los poderes
mágicos de las plantas, y fue cuando me propusieron ser operado por médicos
invisibles, tratado por lectoras del iris, y así me legaron los encantos inexplicables
de la jalea real que multiplica por veinte la vida de la abeja reina y del
polen que, aunque no he podido comprobarlo todavía, además de curar las más
agudas enfermedades, tiene efectos afrodisíacos. Simultáneamente me recomendaron
diversas frutas que probablemente tienen poderes extraordinarios contra el
funesto Cangrejo, como el mangostino que parece un pájaro disecado, ese reptil
inmóvil que llamamos guanábana, el jengibre con el que hacía de niño ejércitos
de piedra, la cúrcuma que se debería utilizar mejor en la pintura, la sábila
que tiene en su interior un pez transparente que siempre saltaba de mis manos, los
humildes arándanos, y también algunas plantas como el anamú, el té verde y la amarilla
flor de la caléndula. No pasaba un día en que al llegar a mi apartamento el
portero no me entregara extraños frascos con rústicas coberturas de aluminio,
bolsas enormes colmadas de ramas aromáticas de filiación desconocida, tarros
con hojas que no conocía ni Celestino Mutis.
Por esos días intercambié
con el gran poeta español Antonio Gamoneda varias cartas donde nos burlábamos de
la tragicómica situación y donde recibí sus sabios consejos impregnados de
ironía. Aquí un fragmento de alguno de sus mensajes: «Quien
hace vida normal, lucha en su ánimo, con la enfermedad, hace todo lo que sabe y
puede (coadyuvantes antidepresivos, ejercicio moderado, remedios inocuos de
tipo popular, alguno te diré, probablemente) con la voluntad de luchar, que aunque
parezca clínicamente inútil, no lo es. El caso extremo es el del inocente que
se cura porque tocó un hueso de cualquier santo, pero lamentablemente tal
extremo no servirá para ti». Y no servía
aunque fui perseguido con saña por toda clase de predicadores obstinados, furibundos
cristianos, evangélicos fundamentalistas y testigos de Jehová.
Posterior a la misiva
mencionada recibí una nota donde el citado Premio Cervantes, me refería la Melena de león (mericium erinaceus), hongo de gran poder recetado en casos
como el mío por la homeopatía española, que siempre debería ir acompañado de agaricus + siitake + maitake + coriolus + cordyceps. No pude hacer otra cosa que reír; no obstante, por extraña coincidencia
ese
mismo día mi hermano me había conseguido el famoso jarabe mexicano de
impronunciable nombre (Zrii), líquido viscoso de color rojo, mágica sangre de
vampiro. Le comenté entonces a Gamoneda sobre la existencia de ese posible
sustituto latinoamericano, quien en tono burlesco me respondió que en tal caso
me dedicara mejor a ese líquido de Drácula, que podía ser más eficaz,
especialmente si considerábamos su aspecto cinematográfico.
Por aquellos días los
artefactos se rebelaron sin explicación alguna. Primero se estropeó el disco
duro del computador, después le tocó el turno a la licuadora que se convirtió
intempestivamente en un géiser y la lámpara de mi mesa de noche se transformó
en luz de discoteca; por último la estufa de mi oficina se improvisó por
segundos en una pequeña supernova y como si no fuese suficiente una mañana debí
perseguir con saña dos moscas que obstinadas me rondaron como a Zeus.
El hongo “Melena de
león”
Los amigos fueron
cerrando su maravilloso círculo del afecto. Armando Rojas Guardia me escribía
asiduamente desde Caracas afirmando que la
alegría es superior ontológicamente al dolor y que es necesario elaborar el
gran arte de la salud. El artista Ángel Loochkartt cada vez que se
bajaba del avión, de regreso de alguna conferencia o de reclamar un premio, me
traía suplementos alimentarios, pócimas irreconocibles fundamentadas en algún
congreso de chamanes amazónicos y, cuando la suerte estaba de mi lado, me
visitaba con alguna de sus exóticas amigas, que al conocer mi caso y al notar
mi imbatible serenidad, se improvisaban también de hechiceras, leían mi mano o
la taza de chocolate y auguraban que viviría más años que los longevos
personajes del Antiguo Testamento.
Semanas después la
inmovilidad se apoderó de mí. Un eclipse viajaba por mis venas y, al borde del
embrutecimiento, noté con desolación que sólo me era posible entender las
telenovelas y los libros que habían sido premiados en los más importantes concursos
hispanoamericanos. Toda acción, por elemental que fuera, demandaba de mí un
enorme esfuerzo.
Alarmado y para salir
de ese letargo me entregué sin éxito a la acupuntura, pues pronto desistí de
esa punzante afición, al notar que las agujas del médico chino que me trataba me
hacían más daño que mi agresivo tratamiento y me dejaban vistosas señales como si
hubiese participado en una orgía de vampiros.
Es extraño confesarlo
ahora pero vi la caída de mis sueños. Recordé al insuperable Nietzsche quien aseveró
que es una infamia tener que sufrir por la idea que la sociedad tiene de una
enfermedad además de padecer por la enfermedad misma. Como todas las personas
en circunstancias similares era víctima de una exclusión flagrante, y mientras
estaba un poco apesadumbrado por ello, la víspera de una de las más fuertes
quimioterapias, me llamó en tono misterioso mi traductora al griego, la poeta
Georgia Kaltsidou, para decirme que oraría por mí a la diosa Atenea, quien era
una de las deidades facultadas en Grecia para curar –no mencionó a Apolo
probablemente por mi filiación dionisiaca–, y debo reconocer que entonces me
sentí fortalecido, a tal punto que creí que con la sublime Palas de mi lado,
como le ocurrió a Odiseo, podría salir victorioso de mi Troya interior.
En la tercera fase
del tratamiento (los 21 días finales) comencé a sentir que se ensañaban conmigo
las doce plagas de Egipto. Cada amanecer se alteraba algo en mi cuerpo, por lo
que decidí publicar en Con-Fabulación unas caricaturas del incomparable creador
de Mafalda –alusivas a la enfermedad– con el título de Quinoterapia. Perdí dos
terceras partes de mi cabello, o casi todo lo que me había quedado, como lo
comenté en su momento, de mi arribo a Santorini en la cubierta de un barco,
resistiendo un viento tan poderoso que podía recostarme sobre él.
Perdí también las huellas
dactilares, vi que la barba que me había definido por décadas experimentaba un súbito
otoño, y de pronto, y felizmente, me sentí evadido de mi identidad, lo que me
reconfortaba; recordé entonces con codicia El
pasajero de Antonioni, donde un corresponsal de guerra hastiado de su
periplo existencial cambia su vida repentinamente por la de un traficante de
armas.
Me había trasformado
notablemente. Al mirarme en el espejo pensé que no me dejarían entrar a mi oficina,
que mis más queridos amigos no me reconocerían, que quizá podría comenzar una
nueva vida más irresponsable, sin embargo mi emoción no duró mucho pues al
salir de mi apartamento fui saludado eufóricamente por el celador de turno,
quien sin reparar en mi metamorfosis profunda me hizo una de sus bromas
matutinas, y posteriormente vi que un fastidioso escritor del que todo el mundo
huye cruzó impetuosamente la calle para saludarme, a pesar de ir con sombrero y
bufanda, y más vestido que el hombre invisible.
«Oh, Dionisos, me
arrebataste la embriaguez pero me condenaste a una permanente resaca», pensaba. Las famosas náuseas que acompañan estos
tratamientos por suerte nunca me hostigaron, sin embargo la dificultad para
comer inherente a la lesión, se acrecentó a tal punto que durante quince días
debí dedicarme a beber líquidos, para lo que me había preparado en noches
interminables con mis amigos que inexplicablemente ahora se escondían –como si
aún viviésemos el Oscurantismo–, y fue entonces, en esa etapa culminante, cuando
me hice adicto a las horribles bebidas de los deportistas y a las compotas de
bebé.
Una mañana noté que
las manos ardían como fuego, lo que marcaba el advenimiento de una neuritis
periférica. Las yemas de los dedos comenzaron a dormirse y desde entonces adquirí
el hábito de vigilar con lupa mis huellas dactilares esperando su improbable retorno.
Resultaba paradójico: podía cargar un fardo de adoquines pero me era imposible hacer
el nudo de los zapatos; había perdido transitoriamente la motilidad fina. Debido
a eso abrir una lata de atún se convertía en una aventura que me hacía recorrer
el laborioso tránsito del Eslabón Perdido al Homo Sapiens. Me volví un maestro
en utilizar herramientas, hacía piruetas con los saleros, utilizaba los cuchillos
al contrario, innové en formas para abrir las botellas. Los más simples
problemas prácticos me hacían elucubrar nuevas tácticas para solucionarlos. Me
convertí en un estratega del absurdo, pero nunca pude solucionar por mí mismo
el problema de abotonarme las mangas de la camisa. Me recetaron entonces como
posible alivio –lo que no es una invención de mi mente delirante embrujada por
la poesía–, un medicamento llamado “Lírica 150”; debo aclarar que aunque no
atenuó mi dolencia, no podía ser otro el título de esta crónica.
Cuando esperaba que
todas los testimonios narrados por mis amigos, referentes al aciago Cangrejo
tuviesen un final feliz –y eso es lo mínimo que aguarda cualquier persona en mi
situación–, un día alguien me comentó con minucia un caso fatal de un pariente y
horas después, para mi desdicha, una amiga llamó para comentarme que una de sus
cuñadas estaba agonizando por causa similar, lo que entendí entonces como una
persecución, y sin soportarlo le dije que lo mío era un accidente, que enfermos
eran quienes permitían que muriesen al año 4 millones de personas de malaria, que
eran quienes discriminaban como si aún estuviéramos en el medioevo, quienes
condenaban sin saber que más del 30% de las personas se están salvando con los
nuevos protocolos mundiales y que sólo se necesita de un cerrado círculo de
afecto para que eso sea probable. Colgué ofendido.
Para mi suerte, a las
pocas horas del incidente, la poeta siberiana Maria Bronnikova me citó con el
fin de entregarme uno de mis poemas vertidos al ruso, escrito en su armónica
letra, y terminó el mensaje con un hermoso error producto de su particular español:
“Eres en mi corazón”.
El pequeño infusor
que debía llenar con el poderoso fluoracilo cada cinco días y que estuvo
conectado a mí todo el tiempo durante las 9 semanas, se me fue haciendo más oneroso
que la roca para el desdichado Sísifo. Como había perdido el tacto
transitoriamente y mi sentido del gusto nadaba en su extravío (dejé de
reconocer el sabor salado), con algo de angustia decidí llamar a Martha Osorio,
pues ella se había convertido en brillante guía debido a su experiencia en dos
asombrosos combates de los que había salido vencedora. Allí fue cuando la
marihuana inmersa en alcohol surgió por primera vez para aliviar mis manos como
teas y cuando la maracachafa sin alcohol –que había descuidado en mi
adolescencia– me rindió sus beneficios. Para finalizar le comenté mi reciente problema
con el gusto –no con la estética, ¡qué pensarían mis amados griegos!– a lo que
ella encendiendo un cigarrillo me refirió el suyo con la visión, y afirmó que
durante la “quimio” que experimentara hace 14 años, comenzó a ver todo en rosa,
lo que la atemorizó al comienzo, aunque después –aseveró–, pensaría que muy
pocas personas en verdad podían decir que habían vivido una vida en rosa.
Una tarde mientras
intentaba distraer a la muerte leyendo algún poema de Rimbaud probé una pizca
de sal y me supo ácida, especulé sobre ello, busqué limón y en vez de parecerme
salado cómo lo imaginé por antagonismo, me supo amargo. Me enfrentaba en la
realidad al desarreglo de todos los
sentidos. Las ventanas de mi percepción danzaban y –aclaro– habían pasado
varios años de mi bautizo con el LSD. El olfato en cambio se aguzaba cuando me
aplicaban las dosis más fuertes del tratamiento: se había exacerbado como el de
un perro sabueso… Podía reconocer un olor a gran distancia. Si un dulce era
abierto sabía que era de fresa o de frambuesa a quince metros. No había nada
que escapara a mi olfato de lobo. El perfume de la mujer del apartamento contiguo
me despertaba, el sabor de la pizza que comían mis vecinos todos los viernes
antes de sus noches de ruidosa lujuria dejó de ser un enigma, no obstante en
forma inexplicable el único olor que se me escapaba era el de las violetas que
regaba cada tercer día en mi balcón.
Poco antes de
terminar el tratamiento, mientras desayunaba con mi hermana Clara en un
restaurante, un perro idéntico a los que pintara Rufino Tamayo entró al sitio
intempestivamente y me eligió a mí entre los doce comensales presentes. De nada
sirvieron los gritos de la mesera ni de su furiosa dueña con el propósito de detenerlo.
De repente desistió y, sin ladrar, tal como entrara, salió del lugar
volviéndose con frecuencia hasta que desapareció. Permanecí temblando. Nunca
pude entender la razón que lo sedujo, pero imaginé que los químicos que
perseguían dentro de mí a todas las células vertiginosas eran los responsables
de hechizar a ese canino, así como también de hacerme orinar al amanecer pompas
de jabón.
Por un cambio en el
reloj biológico durante dos meses escuché el primer canto de los pájaros que pueblan
los torturados árboles del parque Portugal de Chapinero. Cada cinco días debía
sustituir el infusor, en un verde lugar donde unas Enfermeras Jefes (Bianca y
María Angélica) me atendían con tanta dedicación que me hacían creer que la
vida jamás podía ser derrotada. Corroboré así la convicción que tenía desde la
adolescencia, de que las enfermeras eran lo único confiable en este mundo
enloquecido.
Terminé el
tratamiento y a pesar de que me sentía como un prisionero de Auschwitz todos celebraban
mi apariencia lustral, e incluso no faltó quien me encontró renovado hasta
llegar a preguntar si me había hecho una cirugía plástica. Me sentí palpitante.
De 14 medicamentos que tomaba diariamente descendí a 4 –sin contar la docena de
libros de poesía que mantengo en mi mesa de noche y que en verdad no han dejado
de aliviarme.
El tacto comenzó a
regresar lentamente, el gusto hizo lo mismo muy despacio, y mientras espero que
el olfato se atenúe, tal como el Funes de Borges ruega porque su infatigable memoria
se diluya, supe que la lesión se reducía considerablemente y que los antígenos descendían
a lo normal. Entonces debí iniciar mi preparación para una delicada y extensa cirugía
de ocho horas, a realizarse en parte por un robot comandado por Muñoz, por lo
que me convertiría en el primer poeta biónico.
Portada de Las muertes inconclusas. Óleo de Germán
Londoño
Me esforcé por domeñar
mis órganos y sentidos que creí a veces tan distantes. Comencé a acopiar mis fragmentos
esparcidos por la explosión terapéutica: «En aquello
puedo ayudarte –recuerdo que me dijo al respecto el poeta Socarrás–, pues sé
dónde queda tu corazón».
Había vuelto a soñar,
o mejor, al fin pude recordar lo que había soñado, hecho que nunca había
ocurrido en aquellos dos meses. Una noche me desperté siguiendo algún inexplicable
rumbo onírico y permanecí una hora contemplando a la bella mujer que dormía a
mi lado, la acaricié con mis dedos todavía anestesiados por los venenos
terapéuticos y percibí que ella vibraba como una planta cuando se le riega
después de un día de estío. Entonces advertí que todo empezaba a cambiar: el océano
de lava que me había poseído retrocedía, el ejército químico de ocupación me
abandonaba, y sentí entonces el maravilloso regreso de mi cuerpo.
Me levanté
entusiasta. Noté que estaba cambiando de piel como las serpientes. Vi con
asombro que había salido el sol en Bogotá e invité a Ángel Loochkartt a ver la
última exposición de Jim Amaral. A la entrada, en una gran pared, me encontré sorpresivamente
con un inmenso fragmento de un ensayo mío precediendo la muestra. A mano
derecha las “Siete sombras” de bronce, alineadas, nos dieron la mágica bienvenida.
Mientras bebía un poderoso
café hablando de los poemas en bronce de Amaral escuché la señal de alerta de mi
teléfono. Abrí entonces el correo perezosamente, casi con displicencia, y para
mi asombro vislumbré que era el generoso prólogo de Antonio Gamoneda a mi libro
de ensayos, que había obtenido el Premio Internacional Maurice Blanchot hacía
siete años y que, como es de suponer, fue condenado por las grandes editoriales
colombianas.
Sentí que entraba a
un tiempo propicio. Germán Londoño me llamaría al día siguiente para decirme
que estaba terminando de pintar las ocho obras que acompañarían los textos de
ese libro, según un pacto que habíamos sellado una tarde contemplando la
soleada Medellín desde la altura de su apartamento. El legendario fotógrafo
Nereo López –luego de confesar para mi perplejidad que últimamente veía doble–,
me enviaría por venturosa coincidencia, desde New York, uno de los retratos que
una tarde me hizo en Bogotá destinado a la solapa de Las muertes inconclusas.
Hoy me siento
fortalecido. Dentro de dos días ingresaré al quirófano por ocho horas y aunque no
he recobrado todavía la percepción del evasivo perfume de las violetas he
podido advertir que ya perdí mi olfato de lebrel. Las lunitas de mis uñas
comienzan a salir de su eclipse y sospecho que en un par de meses volverán a
resplandecer. Ahora camino buscando el verdor...
Me detengo debajo de
los árboles. Todavía desconozco el destino de mi cuerpo. Con sorpresa noto que un
gorrión que cantaba infatigablemente todas las mañanas se ha silenciado: quiero
creer que ha encontrado el amor.
¡Soy feliz!
Y como uno se enferma solo pero se salva acompañado, debo
agradecer a Pilar, Dylia, Jaime, Clara y María Elena, ¡por todo! A Antonio
Gamoneda, a Casimiro de Brito y Armando Rojas Guardia, quienes desde su cima poética
constantemente me enviaban sus lúcidos mensajes y sus maravillosas ofrendas. A
los buenos artistas –y mejores amigos– Ángel Loochkartt, Eduardo Esparza, Jim
Amaral, Gastone Bettelli, Fernando Maldonado y Germán Londoño, quienes se
preocupaban más por mí que yo mismo. A los respetuosos y legítimos místicos que
intentaron blindarme con plegarias. A
quienes me enviaron sus hermosos mensajes y especialmente a quienes fueron más
allá… A las incomparables Sandra Soler, Martha Cecilia Rivera, Ana Francisca
Rodas y Catalina Rodríguez, que dibujaron relámpagos bajo el eclipse. A los
escritores Marco A. Campos, Jorge Torres, Gabriel Arturo Castro, Julio César
Goyes, H. Socarrás, Jairo López, Luis Felipe González e Iván Beltrán, hermanos en
este itinerario incierto. A Andrés Muñoz y Carlos Ortiz que hicieron de la
ciencia un sacramento. A Amparo, Esperanza y Martha, quienes me prodigaron con su
luz varios remedios mágicos, muchos de los cuales espero patentar; y a
Santiaguito, quien me legó sin saberlo el irónico epígrafe de esta crónica.
Bogotá,
12 de abril de 2015