Cuando el 40% de la población mundial se
encuentra en la miseria y en África el índice de mortalidad infantil es del 33%,
cuando en Zambia y Zimbawe la esperanza de vida es tan solo de 42 años mientras
en Botswana el 24% de la población padece de sida según los más recientes datos
del PRB (Population Reference Bureau), tenemos que afirmar que el fin del mundo
ya ocurrió y que sólo optimistas como los Mayas aún sueñan con un apocalipsis
que se producirá según sus profecías el próximo 21 de diciembre.
Cuando hemos asistido
a guerras donde toda posibilidad épica fue reemplazada por la inhumana opción
del exterminio, donde incluso la abolición de la identidad que pretendieron los
gobiernos más absolutistas recayó sobre nuestros huesos –como lo demostraron
los serbios al triturar los restos de sus víctimas con aplanadoras, para luego
mezclarlos con el patético fin de arrasar toda seña particular–; cuando los
gobiernos de los países adelantados invirtieron en 2008, durante la pasada
crisis financiera, 17 trillones de dólares para salvar el sistema bancario, lo
que según el gran economista Manfred Max-Neef habría bastado para eliminar el
hambre en el mundo durante 600 años, y cuando países como Colombia y México
sufren una violencia incontenible producto de la prohibición de la droga, que
en forma paradójica ya empieza a ser legalizada en Estados Unidos, no es
posible seguir sosteniendo con nuestra característica arrogancia científica,
que el poder visionario de esa cultura que predijo los eclipses que sucederían
durante el siguiente milenio haya fracasado.
Cuando los
fundamentalismos cruentos y las tasas enormes de desempleo aumentan, cuando el
recalentamiento global emerge ante la indolencia de los países desarrollados
que son los que más contaminan, y cuando la discriminación y la desigualdad
económica es cada día más rampante, no podemos afirmar que el pueblo que
concibió el Popol Vuh, construyó el maravilloso observatorio de Chichén Itzá y
adoraba a Kukulkán, estuviese equivocado.
Cuando debido al
desenfreno tecnológico hemos presenciado durante las últimas décadas la
aparición del alienígena oriundo del ciberespacio, de aquella creatura que ya
reina entre nosotros multiplicando nuestra soledad, y cuando hemos comprobado
que todos los inventos que hacemos para liberarnos terminan esclavizándonos, no
es prudente desconfiar de una sabia civilización que construyó un calendario
más exacto que el actual y que si no inventó la rueda –como lo critican con soberbia
los adalides del progreso–, fue tan solo porque en la selva esa herramienta les
era innecesaria.
Cuando padecemos la
temeraria fragmentación del mundo y defendemos algunas especies animales aunque
no nos interese salvar a las 3.000 millones de personas que viven en el
sobresalto de la miseria en los países subdesarrollados, cuando el arte fue
reducido a entretenimiento y advertimos que el lenguaje se encuentra amenazado
por un dialecto planetario impuesto por la Internet, donde algunas de sus
palabras comienzan a agonizar, y con ellas varios de nuestros pensamientos; y
cuando el lector tradicional es también un ser en peligro, porque las nuevas
tecnologías lo condenan a un constante asedio de mensajes inútiles y noticias
fantasmagóricas por la Red; es decir cuando vivimos la consagración de lo
efímero y somos incapaces de inventar textos o imágenes que puedan producir
memoria, debemos recordar que las profecías mayas no podrán todavía ser
impugnadas.